Luis LÓPEZ GALÁN Relato. El zarzal abraza los surcos del huerto y yo no decido si lo hace porque ha crecido en exceso o porque el abuelo ya no llega a podar su cumbre. Voy persiguiendo su espalda encorvada, escoltando su columna vertebral, torcida como la rama de un olmo joven. Ya no es capaz de elevar la vista al cielo cuando anda y por eso, dice, le han salido las flores de los pepinos más amarillas que nunca, más hermosas que en ninguna otra cosecha que recuerde, y eso que van tantas que no las puede enumerar con los dedos, esos dedos yermos, deshidratados, ásperos como una zapa. Antes de llegar al huerto pasamos por la segunda cocina, la cocina de fuera, que dice él. El fin último de su precipitada construcción fue custodiar los huevos de las gallinas, por su conveniente localización, casi acoplada al gallinero, y allí sigue, fiel cumplidora de su cometido. Son frágiles los últimos huevos porque las miserables están viejas y casi no les queda calcio. Lo mismo que a él, eso ha dicho. Por eso se le rompen a uno en las manos si pretende hacerse una tortilla para la merienda. «Con esas cáscaras hay que ir con cuidado, hijo, como con la vida…». Todo lo compara con la vida. Es el resultado, supongo yo, de haberla visto ya pasar de largo.
Pasamos por la cocina, en fin, porque allí están las ristras de ajos colgadas de un palo de escoba que algún día fue rojo y cuyo color ahora, tras años de sol, es indescriptible. Los enristró en primavera porque la tierra no quiso este año esperar al verano y allí los tiene. Me lo dijo en una llamada, lo recuerdo. Por teléfono habla poco, piensa que hacerlo al extranjero es más caro y ciñe la conversación a un par de frases, las acota bien acotadas, como el huerto. Eso sí me lo contó, sin embargo, que le habían salido los ajos pronto, que qué año tan caprichoso. Me dice ahora que me lleve un par de trenzas, se le olvida que si vengo a verlo es en avión. «¡Ah! El avión, ya…». Toca el último ajo de la última ristra con el dedo pulgar y se santigua: arriba, abajo, izquierda, derecha. Esa es la tradición, heredada de su madre. Le dijo un cura a mi bisabuela, quién sabe cuándo, que debía rezar cuatro padrenuestros y tocar un ajo antes de santiguarse para que los muertos de campo llegaran al cielo, y nuestros muertos, claro, son todos de campo. Los cuatro padrenuestros se los ahorra, pues tampoco hay fiambre de por medio, «gracias a Dios, hijo…», pero lo del ajo no se lo quita nadie. Las costumbres no son cosa pequeña para la gente del interior: si uno deja la hoz en una mesa, esa es la mesa de la hoz para los restos. Santiguada la ristra, utiliza su propia rodilla a modo de bastón e intenta un galope presumido que se le queda al pobre en un trote desmañado. No digo nada, disimulo. Dejamos atrás el granado, «a este todavía le queda verano…», y las regueras donde crecen las cebollas y los calabacines, que son ya rollizos como mi antebrazo y todavía no están para la cogida. Si los hubiera así en el súper, otro gallo cantaría… Ya estamos en pleno huerto y mis zapatos levantan el polvo de la arena sedienta. Los suyos no, y eso que serpentean. Los suyos son parte del paisaje. Estamos en el huerto y huele a calor, porque aquí el calor se huele. Entra en la tráquea, se reproduce allí, se extiende por las venas, rezuma en la piel. El fuego del aire no deja pavesas, pero se siente en el cuerpo como el lodo de un cenagal. Me lleva hasta los oréganos y allí, quién sabe la razón, los gritos de mis primos se me agolpan en los tímpanos, evocan fantasmas, alientan nostalgias. El perfume afilado del orégano me devuelve a los veranos de infancia, a los juegos en la acequia, a la lluvia de manguera, al aroma de la hierba segada bien temprano, cuando el sol es todavía afable. El abuelo le arrebata unas hojas secas al orégano, que no se queja, las machaca con los dedos, se frota las palmas y me dice que allá donde yo vivo eso no lo hay. Sí que lo hay, pero no se lo digo, huelo sus manos, sonrío y, a pesar del calor se me humedecen los ojos. Refunfuño, miento, explico que es por la alergia, «las alergias dichosas…». Trata de mirar al cielo, se da por vencido. Le quiero decir que está más azul que nunca, que las nubes se han olvidado hoy de nosotros, pero no lo hago. Emprendemos el desandar, lo más latoso, y se entretiene con las parras. Le preocupa mucho que apenas haya abejas, «un problema monumental». Zarandea los tallos de las hojas, que centellean al sol, pero nada, ni una sale. Tiene razón. Ese sí es un problema y no los míos, la aduana, el control de temperatura. Me regala eso el campo, una vez más, el don de la perspectiva. Volvemos al porche y en el cemento corretean las hormigas, al mandato de la miga de pan. Las desatiende, se sienta en su butaca, me mira y sabe que me voy, otra vez. Que no me quedan horas, que se me escapa el verano. Aprieta los ojos, su frente es un acordeón. Doy media vuelta, me vuelve a afectar la alergia, me marcho. Verano de infancia. Verano de huerta. Ojalá un verano que aquí, en este vergel, entre sus manos de lija, no se extinguiera. #Historiasdeviajes Un texto para el concurso #Historiasdeviajes de Zenda libros. Julio 2020.
2 Comentarios
Luis, una historia muy tierna de lo que son las vacaciones de la gente de antes, que apenas conocen algo más que el huerto que cultivan con esmero toda su vida.
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