Luis LÓPEZ GALÁN Relato Abrí los ojos y los sonidos de arpas ya andaban relampagueando por las paredes de mi alcoba. También tropezaban por allí las notas melosas y la armonía pausada y se sentía ese temblor sutil conocido en la madera de mi puerta, provocado por las vibraciones firmes de aquella música. Esa vez, en concreto, me desperté justo en el momento en el que la composición se alborota, ese en el que decide dar marcha atrás y atravesar sus propias tinieblas, como si fueran necesarias en aquella casa tras su año entero de sombras a cuestas. La Tempestad llegaba desde el piso de abajo: mi desvelo y su cantinela de cada mañana, esa banda sonora que desde hacía meses reincidía en todas mis amanecidas. Apreté los puños y dejé que mis ojos se perdieran en el cielo a través del cristal: estaba todo lleno de estratos bien oscuros y compactos, como correspondía. La ventana era un sonajero y las embestidas del viento entremezclaban el sonido de sus golpes con el tintineo de la sinfonía de Sibelius, que continuaba colmándolo todo detrás de la puerta de mi alcoba, izándose por las escaleras como una bandera, penetrando en el yeso de las paredes, meciendo briznas de silencio en el aire. Quería levantarme y no quería. Me desperezaba, pero seguía allí tumbado agarrándome a las sábanas como si pudiera así conseguir que las horas del día se precipitasen por el barranco de los tiempos; al menos la mañana, al menos una hora, lo que fuera. Aquella, que en su momento había sido una casa normal, con todo y sus altos y bajos, con sus cumpleaños felices y sus riñas por la puerta de la nevera abierta, con las cosas normales, en fin, de una familia normal, se había convertido en la casa del tedio. Puro y duro. Nada más.
Me asomé a la ventana, pero no la abrí. El cristal tenía las cinco huellas de mis yemas marcadas y allí las planté de nuevo, sintiendo las vibraciones que provocaban las arremetidas de la ventisca, la brisa enfurecida llegada de quién sabía dónde. Observé el exterior para perderme en él y ganar más tiempo; me habría gustado que los tejados de mi pueblo fueran todos iguales, pensé entonces. Lo había visto en otros, como en el de mi amigo Paul, que vivía en uno más al interior, cerca de Leeds: todos los tejaditos iguales, de color negro, con sus chimeneas redondas las unas pegadas a las otras y sus columnas de humo alzándose hacia la gloria a la vez, perdidas todas en su encontronazo con las nubes del invierno. Así daba gusto, pensaba, ¡menuda estampa! Pero no, aquí eso no ocurría. El mío era un pueblo costero y me parecía que eso les daba a las personas un libre albedrío arquitectónico que tenía como resultado la fatalidad estética que veía cada día desde allí, desde el hueco que quedaba entre las huellas adheridas al cristal. Algunos tejados eran como de chapa negra, otros tenían las tejas rojas y los que más ni siquiera eran tejados, más bien terrazas con cables, macetones de plantas que agonizaban y antenas parabólicas con la pintura consumida. ¿A qué tanta terraza? Para cuatro tristes días que uno podía usar para salirse a tomar el sol en ese punto recóndito nuestro del planeta. Qué bochorno. Era un pueblo costero, en fin, y eso lo marcaba todo: su carácter, sus construcciones, sus olvidos, sus enigmas. Me figuraba que uno llegaba hasta allí conduciendo tras una noche de tormenta y al poner un pie en la costa, con el mar del Norte y ese azul sucio al frente, se olvidaba de la razón por la que había decidido venir en primer lugar. Y así, claro, se montaban las casas que se montaban. Debido a ese conglomerado de azoteas deformes, además, desde mi ventana no podía ver la playa, ni siquiera la línea del horizonte sobre el agua, ese infinito que era tan sugerente como aterrador; su presencia estaba allí, en cualquier caso, imperecedera, uniforme, incalculable. Como cada vez que los recuerdos de espuma de mar me acechaban, me dio por pensar en el bueno de Patrick y decidí que iría a verle aquella mañana. Me apeé de la cama de una vez por todas: era hora de encarar la realidad de aquellos días, tan atroces como un mango podrido o como un pantano sin agua. Uno no puede hacerse el remolón entre las sábanas tanto tiempo o la vida se le salta por encima como impulsada por una pértiga. Había pasado ya un año desde que mum volara hasta el lugar al que se van los muertos y desde que dad entrara por su parte en ese letargo donde se instalan los que se quedan atrás, en un mundo que deciden que ya no debe girar más. La luna había sido para él la misma cada noche, no habían existido las subidas ni las bajadas de mareas durante doce meses, toda la tierra se había detenido trescientos sesenta y cinco días atrás. —Bájalo un poco, hombre, que igual a los vecinos no les gusta Sibelius tanto como a ti, ¿lo has pensado alguna vez? Dad levantó la ceja derecha, como hacía siempre que alguien se entrometía en sus asuntos, y tardó aproximadamente treinta segundos en responder. —¿Qué? ¡Bah! Si no les gusta Sibelius que se arranquen las orejas. Total, de nada les sirven… Treinta segundos más o menos. Eso era lo que necesitaba para contestar cuando se le hacía una pregunta directa desde hacía un año. —¿Qué vas a hacer hoy? Me han dicho que abren el mercado esta mañana, podrías acercarte, ¿no?, y estirar un poco esas piernas… —¿Qué? ¿Con este viento? La gente es muy estúpida, Matthew, y cuando uno es estúpido siente la estúpida necesidad de abrir la boca para demostrarlo. No hagas caso. El mar estará revuelto, el invierno aún no ha acabado. Me encogí de hombros. El suyo era un invierno eterno y poco se podía hacer para solucionarlo. Dad había sido mi héroe y verlo así dolía más de la cuenta. No era que ya no lo fuese, pues uno debía seguir apoyando a sus héroes en las horas más bajas, pero sus poderes se limitaban ahora a bajar y subir el volumen de la minicadena de la sala y a comerse las verduras de la dieta a regañadientes y con quejidos. El doctor O’Connor había cambiado todo su régimen de comidas en los meses anteriores y eso era todo lo que podía comer: «sus verdes», como él decía, sin sal, ni una pizca, y también esos «inventos modernos que no le saben a uno a nada» como el aceite de coco o las tortitas de arroz, la cosa que más le hacía enojar sobre todas las cosas que pudieran hacerlo en este mundo. Se enfureció tanto la primera vez que las probó, las tortitas de arroz, aquel primer domingo en que se las cambié por el pudín de Yorkshire del asado a la hora de comer, que el mismo lunes se plantó en la clínica del pobre doctor O’Connor, esperó su turno en la sala de espera con los ojos crispados y una paciencia de lluvias de abril y cuando entró a consulta le lanzó una a la cara con tanta fuerza que se partió en dos mitades en el aire, antes incluso de caer sobre el rostro contrariado del médico. No pude acompañarlo, cuestión imposible cuando algo se le metía entre ceja y ceja y se levantaba del sofá como un rayo para marcharse sin más anuncios que sus bufidos, pero me lo contó todo Lorraine, enfermera del pueblo, aliada fiel y buena amiga, de esas de toda la vida. Una amiga especial, podría decir. Imaginaba al doctor con su bigotito cano y su cara de susto y me daban ganas de reír, pero no lo hacía por no alimentar la enajenación de dad, que por sí sola ya era más que suficiente. —Y tú, ¿qué? ¿Es que hoy no te vas a ir con esa enfermera tuya a dar paseos por el pueblo? —Pues fíjate que puede que sí y, ¿sabes qué más? Esperé los treinta segundos de rigor. —¿Qué? ¿Qué más? —Que no te vendría mal buscarte compañía para dar paseos también, para hacer lo que te apetezca. —Pero ¿qué pamplinas estás diciendo ahora? ¿Tú te escuchas? Había respondido sin esperar el medio minuto, pues la cólera era lo único que hacía que la sangre le hirviera por dentro y que los músculos le respondieran de un modo más ágil, la lengua especialmente. No continuó hablando, sin embargo, y volvió a poner su música a todo volumen para que me fuera, para que le dejara de una vez con aquella soledad con la que convivía día a día, con la que tan bien quería hacerme creer que se entendía. Había pasado un año, un año nada más: eso es lo que sus arrebatos de perro de caza me querían explicar con aquellos alaridos, que por otro lado parecían algo más benévolos gracias a la música melódica que todo lo inundaba en la sala. Lo entendía, qué otra cosa podría hacer, comprendía sus pesares, pero también me preguntaba hasta cuándo debía permitir que el hombre se consumiera de aquel modo. Fui a la cocina y encontré el bote de mermelada abierto, como cada mañana, otra de esas tradiciones sombrías de aquel año nefasto: la tapa al lado del tarro de cristal, encarada al techo blanco, la cuchara hundida en la masilla granate y una mosca que batía sus diminutas alas y revoloteaba alrededor. Mum no había sido como la madre de mi amigo Paul, como las demás madres que había conocido, de esas que se pasan el día en la cocina como se hacía siglos atrás. No, ella no había sido así. Los tres habitantes de aquella casa colaborábamos para que se viera reluciente, para que ofreciera su mejor versión a los pocos invitados que pudiéramos tener, a no ser que fuera el día de Navidad o alguna festividad por el estilo. Aprendí todo eso siendo bien pequeño y se me grabó a fuego para los restos. Sin embargo, ella siempre corregía los despistes de dad: recogía la toalla del suelo cuando la dejaba allí después del baño, doblaba la mantita azul con la que se tapaba los viernes noche cuando veían alguna película de esas de crímenes con resolución laberíntica, sacaba su bolsita de té de la taza porque sabía que él se olvidaría de hacerlo y luego se condenaría a sí mismo por ello, cerraba el bote de mermelada cada mañana. Eran sus gestos callados hacia él los que ahora, un año después, me recordaban el profundo amor que habían sentido el uno por la otra. Cerré la tapa, guardé la mermelada en el frigorífico y miré su interior sin prisa, entristeciéndome al verlo tan despejado. Algo sí debía admitir: con mum estas cosas se nos daban mejor, hacía que el equipo que formábamos fuese uno más robusto. Decidí entonces que me pasaría por el mercado, a pesar del viento. Aquel día no trabajaba y me lo podía permitir. La música continuaba a todo volumen en la sala y sentí como un ímpetu por salir al mar. Así también podría ver a Patrick, como me había propuesto. «Salir al mar» era el modo que yo tenía para referirme a mis paseos por la playa de rocas de mi pueblo, nada más que eso. Nunca se lo había dicho, por evidentes razones, pero cuando era pequeño soñaba que dad era un marinero que surcaba los mares y regresaba a casa con decenas de historias que contar y la piel tapada en tatuajes de colores, con loros y dagas, dragones y corazones grabados a la mitad. Todo eso no quitaba que admirase su temple, sus virtudes del hombre de negocios que un día fue, sus maneras de hombre moderno, pero de alguna manera echaba en falta el salitre en nuestras vidas. Era por Patrick, claro, era por él que tenía esos sueños de océanos y navíos. Salí por la puerta de la cocina sin despedirme. Total, tampoco creía que le importara demasiado, sumido como estaba en sus tempestades. Salí y el vendaval me recibió con un revés que me hizo vacilar. Luché un poco, comprobé que podía hacerme con él, cerré la puerta y me fui a las calles. Amainó la ventisca un pellizco y las hojas verdes de los árboles apaciguaron su escandalera. Salir al mar era lo que más me gustaba hacer de todas las cosas. Más que las tardes de pintas de cerveza con Paul o las mañanas de sábado que pasaba jugando al rugby. Lo hacía solo y eso fue duro en los inicios, cuando decidí hacerlo. Uno no sabe lo que es la soledad hasta que se enfrenta a ella. Es algo aterrador al principio, claro, como todos los principios de todas las cosas en esta vida, pero de súbito se convierte en un bien preciado: un lugar al que volver cuando acechan las inquietudes. —¿Matt? ¡Eh, Matt! Una voz femenina que conocía de sobra dio un latigazo a mi querida soledad y la lanzó al vacío del mar del Norte, que se adivinaba ya entre dos callejuelas de casas gemelas, blancas y con un tejado negruzco que parecía hojalata oxidada. Otra de esas techumbres tan feas, qué barbaridad. —¡Te estaba saludando con la mano! Dios mío, Matt, cómo vas siempre metido en ti mismo… Lorraine tenía la sonrisa más hermosa del pueblo y también los dientes más bonitos. Pensé que era la única de aquel lugar que no se excedía con el azúcar en el té. —Perdona, no te había visto. —Ya has salido al mar, ¿no? Asentí y no pude evitar cierta risita. —Últimamente estás pasando más tiempo con ese viejo de Patrick que con tu padre, Matt… —Ya sabes que mi padre prefiere estar solo. —Solo con la música, que la escuchamos todos los vecinos. Pero bueno, nadie se queja, no me malinterpretes. Todos sabemos que lo está pasando mal. Que lo… que lo estáis pasando mal los dos, perdona. —¿Te acuerdas cuando éramos pequeños e íbamos a las rocas? Mi pregunta fue inesperada y así se la tomó Lorraine, que reaccionó con un acordeón en la frente. —Sí… claro, claro que me acuerdo. —Pues lo echo de menos, ¿sabes? Eso pienso ahora cada vez que salgo al mar y escucho a las olas matándose contra las piedras. Son muy ruidosas, ¿eh? Antes tampoco lo notaba, no me fijaba… —Antes cogíamos esas piedras y las tirábamos al techo de la caseta de Patrick, que no sé ni cómo te recibe ahora, con las que le liábamos al pobre hombre. Por eso no recuerdas el ruido de las olas, ¡poeta! Silabeó las últimas palabras con un claro retintín. Era ella la que reía a mi costa en ese momento. —Soy muy pedante, ¿verdad? —Eres un romántico, Matt. No hay nada de malo en eso, a no ser que te vuelvas loco como esa gente que se va a los cementerios a leer y hacer esas cosas raras. Mira, eso no, ¡por Dios! Lorraine tenía entonces treinta años, pero era una mujercita de un pueblo costero del norte de Inglaterra y eso le había enfriado el talante. Muy buena persona y culta en la medida de sus posibilidades, eso nadie se lo quitaba, pero siempre mirando el mundo a través de la cerradura de una puerta. —Quiero ir al mercado después, ¿me acompañarás hoy? —¿Al mercado? Pero, Matt, ¿tú has visto la ventolera que hace? Yo no creo ni que lo abran, fíjate lo que te digo… —¡Anda! Algún puesto abrirá. Necesito oler los pescados. —¡Qué asco, Matt, por favor! —¡Nada de ascos! Huelen a pura vida salvaje, Lorraine… esa que tú y yo nunca vamos a conocer. —¡Gracias a Dios! Bueno, pásate por la clínica luego, cuando vayas a ir para allá, y ya me lo pienso. Pero vamos, que no lo sé, que ya veremos. Lancé un beso al aire porque sabía que a ella esas cosas le gustaban y correspondió apretando los labios y marchándose con su danzar de caderas. Tenía garbo, Lorraine, tampoco eso se le podía negar. Continué mi camino tras el encuentro y al poco me encontré con la última calle: mi favorita, la más cercana a las aguas de ese mar del Norte que asistía hastiado al devenir de los días en aquel pueblo costero, tan idénticos los unos a los otros como sus casitas parejas, como las monótonas vidas de sus habitantes también. No existía en la playa un espolón como tal, como en esos pueblos a los que uno va de vacaciones y por los que se pasea tomando helados de pistacho al caer el sol. No, la nuestra era una calle como otra cualquiera que albergaba un dato curioso: en lugar de cerrarse en una fila de casas idénticas, se abría al azul embarrado de las olas. Tan simple era la calle que su confluencia con el mar no era más que eso, un dato. Me apoyé en una baranda de metal que había perdido su color rojo hacía años y cerré los ojos. Las corrientes de aire continuaban vapuleando al pueblo, pero a mí me hacían bien al rozarme las mejillas. Todo lo que sale de esas aguas rezuma libertad, eso me decía, disfrutando del frío en la piel esponjosa de los cachetes, abriendo un poco la boca para que las ansias de mar se me despeñasen hasta los pulmones. La cabaña del viejo Patrick era lo único que parecía inmune a los torbellinos del viento, como si la hubiesen construido con cimientos anclados en los confines de la tierra, entre magma y ríos subterráneos. Siempre estaba allí esa choza de listones de madera, impávida, como si pocas cosas en el universo tuvieran que ver con ella. Las gaviotas que la sobrevolaban, el silbido de la brisa a su alrededor, los cangrejos al choque contra la madera en su trote invertido, poco más. El resto de los asuntos no tenían cabida en aquel pedazo rocoso de costa. Era curioso: ver a Patrick y compartir sus manías apaciguaba mis ansiedades. Siempre había sido así, desde aquella tarde, hacía años, en la que salió por la puerta hecho un energúmeno porque me había sentado en su porche, como si todos supiésemos que ese hueco de arena entre los cantos lo había construido él a pie de playa para tener un lugar al que salir a leer o a tomar una sidra fría. Me invitó a una importándole que yo tuviera entonces diecisiete años tan poco como que al otro lado de la carretera el mundo se desarrollase a sus anchas. Dad decía que ese hombre no era más que un ermitaño zarrapastroso y una vez incluso me hizo jurar que nunca más visitaría su cabaña de la playa. «Me lo vas a jurar por David Bowie». Así lo dijo y se quedó tan tranquilo. «Pero ¿qué dices de Bowie? ¿De qué hablas?» «Ya he visto que eso es lo que te pasas escuchando todo el día, pues por él lo vas a jurar» «¿Esto va en serio?» «Pero ¿cómo? ¿Cuántas veces te he dicho lo importante que es la música? ¡Para todo!» «Bueno, pero es que yo prefiero salir al mar que quedarme aquí escuchando música clásica, ¿qué hay de malo?» «¡Que no vas a ir a esa cabaña más! ¡Que lo jures!» «Está bien, no volveré». Pero volví. Regresé casi cada semana desde entonces. En mis visitas, a veces me encontraba a Patrick en su porche de arena leyendo un libro o mirando al vacío, sin más actividad que las cabriolas de sus dedos sobre la panza. Otras, sobre todo si llovía con justicia, el hombre escuchaba su radio vieja dentro de la cabaña o pintaba acuarelas en uno de los cientos de cuadernos que acumulaba por las esquinas. Eran todas iguales, pero todas muy diferentes, como las personas, y utilizaba siempre los mismos colores de sus botecitos: azul índigo, acero, cobalto, capri y su favorito, el azul de Prusia, porque tenía nombre de emperador y eso le motivaba a pintar las olas más grandes en el cuaderno, más vistosas, más señoriales, decía. Cuando me lo encontraba pintando, sus dedos eran una caracola manchada de varias olas de mar, pues también afirmaba con su voz de caverna penumbrosa que cada una de las olas traía hasta la orilla una tonalidad diferente. Me acerqué, en fin, y comprobé que el porche estaba desocupado como un páramo. Patrick debía estar dentro de la cabaña, como era lo normal con esos vientos que parecían venir de alta mar para llevarse por delante todas las ciudades con todas sus desilusiones. Llamé un par de veces con los nudillos, como cada vez, y acepté su gruñido como una invitación. —Pero ¿qué diablos está usted haciendo aquí? ¡Con el día que hace! Es que no le dejan a uno en paz ni con tormenta ni sin tormenta, aunque llueva o truene… —Frene, frene, Patrick, hombre. Se ha levantado hoy con el pie izquierdo, por lo que veo. —Con el pie que me haya dado a mí la real gana me he levantado yo hoy, ¿eso lo entiende usted o le tengo que dibujar un mapa? Sonreí. Mis dos ejemplos de hombre maduro más cercanos eran pura exasperación, un paradigma aterrador de eso de hacerse mayor. En ambos casos, no obstante, sabía que era todo caparazón. Patrick era más mayor que dad, eso sí, algo que se adivinaba en las arrugas que el sol le había ido dejando en su tez de cartón y, sobre todo, en su cabello, de una blancura inconcebible y siempre revuelto y ensortijado, como el oleaje fiero de aquel mismo día. —¿Qué anda haciendo, Patrick? —¿Hasta que ha llegado a importunar? Leía a Joyce. —¡Ah! Mi padre sigue reacio a leer a los irlandeses, ¿se lo he dicho alguna vez? Heredó eso de mi abuelo… —Y usted ha heredado las sandeces de ambos, me supongo yo. —¡Vamos, Patrick! —¡Bah! Su padre es un buen hombre, a pesar de eso. Y usted también lo es, aunque me saque de quicio. Me desconcertó esa afirmación. Nunca habíamos hablado de mi padre en ninguna de mis visitas, ni tampoco de mi familia, ni de nada que fuera más allá de sus historias de marineros y sirenas, de veleros y submarinos, de cuentos que se había creído alguna vez, en alguna noche de aguardiente, y que narraba con la misma pasión con la que yo los escuchaba. —No sabía que conocía usted a mi padre. Tantos años hace que vengo de visita y nunca me lo ha dicho. —¡Ah! Este es un pueblo pequeño, muchacho, y usted nunca me preguntó. ¿Cómo voy a saber yo que quiere que le hable de su padre si no me lo pregunta? Soy muchas cosas, ¡muchas! Pero no soy adivino. Lo lleva mal el desdichado, ¿eh? Se refería, claro, a mum. Cuando murió, los vecinos se apiadaron de aquellos dos hombres rotos que éramos y el recibidor se nos llenó de lirios blancos y de envases con comida. Tuvieron que pasar meses para que me librara de tanto plástico y del olor incesante de los lirios, que se volvió avinagrado. Se marchitaron, los saqué a la calle en bolsas de basura bien cerradas y todas las paredes de la casa me seguían oliendo a flores, con todo y con eso. —No lo lleva muy bien, que digamos… —¡Ah! Natural. Su madre de usted era el mar de ese hombre. Fruncí el ceño. —¿El mar? ¿Qué mar? —¡Caramba, chaval! Años lleva viniendo aquí a molestar, paseándose por mi casa como si se le hubiera invitado, y no ha aprendido usted nada de nada. Si fuera marinero… —… me mandarían a limpiar letrinas. Me lo ha dicho muchas veces, Patrick. —Natural. Pues eso, que algunos dejamos ese mundo de modernidades en el que usted se empeña en vivir cautivados por la inmensidad de los mares, mientras que otros lo hacen por los encantos de una mujer. Para el caso… lo mismo. Eso del amor no es más que algo que se inventó una vez un marino cobarde para quedarse en tierra, ¿entiende?, eso lo sabe cualquiera con dos dedos de frente… —Pues tengo entendido que usted ha tenido tiempo para ambas cosas… —¡Ah! Pero yo no he amado más que al mar, chico. Puede rebuscar en mis cuadernos y no va a encontrar una sola mujer desnuda, pero olas del mar… las que usted quiera y desee, a puñados. Sus padres venían aquí a pasear, pero de eso hace ya más años de los que usted tiene. —¿Aquí? ¿A la playa? Mi padre detesta la playa. —Natural. A su madre le gustaba más de la cuenta y eso le quema a uno de celos. —¿De verdad? —«¿De verdad?» ¡Deje de hacerme eco! Se lo digo yo: su madre se habría escapado mar adentro si hubiera podido, como usted y como yo. Tenía el síndrome de la marea y eso no hay Dios que se lo saque a uno de las tripas. Así son las cosas, joven, como yo se las cuento. —Sí… ya me había hablado de eso del síndrome antes… —Pues claro, natural, porque usted también lo sufre bien sufrido. Viene hasta la orilla y se planta allí con los ojos cerrados, que le he visto más de una vez, a ver si se cree que es usted transparente. Le tiemblan las carnes, ¿verdad?, siente que se le llenan las venas como si tuviera por dentro la pleamar. —Eso… sí, creo eso es lo que siento, Patrick, ¡vaya descripción! —Pues claro: el síndrome de la marea. Yo creo que, de no haberse casado, se habría montado su madre una cabaña como la mía, fíjese lo que le digo. Por eso le dejé a usted que viniera aquí a verme tantas veces, sabía que lo suyo era hereditario. Una buena herencia, en ese caso, y no como esa tontería de los irlandeses que me ha dicho antes. ¡Caramba, lo que tiene uno que escuchar a estas alturas del cuento! —El problema principal es que a mi padre los celos se le siguen comiendo, Patrick, y eso que ella ya no está. —Claro que está, ¿no está acaso el mar? Ahí enfrente, mírelo. Para ese hombre su madre era su mar, chico, ya se lo he dicho, y nunca se le va a ir de las entrañas. Allí es donde todos lo llevamos, sea en la forma que sea. —¿Y yo qué puedo hacer para ayudarle, Patrick? Contra el mar no puedo luchar… —¿Qué se siente siendo tan joven e ignorante? ¿Eh? Yo ya lo he olvidado. Déjele a su aire, hombre de Dios, se le pasará, se reconciliará con las olas, como hemos hecho todos alguna vez. Pero no le pida que la olvide, eso no, ni le traiga usted aquí: el mar le llama a uno por dentro o no le llama jamás, no hay que forzarlo. Se puso serio, agarró su novela y se perdió en las letras. Él nunca se despedía, porque decía que los océanos nunca lo hacían antes de zamparse un barco, y esa era una de las maneras que utilizaba para indicarme que ya era hora de que me marchara, para mandarme a paseo sin hablar. Patrick era para mí pura leyenda, un hombre sabio y repleto de lecciones que interiorizar y que aprender. Como buen pescador, capturaba las emociones con diligencia y aquel día me dio las fuerzas que me andaban escaseando para continuar cerrando la tapa del bote de mermelada hasta el día en el que dad no se olvidara de hacerlo más, hasta la mañana en la que por dentro, en sus entrañas, el mar abandonase para siempre todas esas tempestades y encontrara el sosiego único que crea el oleaje cuanto está en calma. Salí de la cabaña y luché con el viento para llegar a la orilla, pisando los cantos deformes, dando zancadas al aire, casi haciendo acrobacias de circo. Respiré allí con los ojos cerrados, anegado por los estruendos de las olas y sus composiciones musicales de orquesta salvaje. Alimenté mi síndrome, sentí a mum muy cerca, como si me acariciase la nuca, abrí los poros de mi piel para llenarlos de sal. Sí, salir al mar era lo que más me gustaba hacer de todas las cosas. Di media vuelta y la ventisca me arrojó a las calles de tejados indecentes. O quizá el impulso me lo dieron los celos de las olas, que sospechaban que me encaminaba a la clínica de Lorraine. Sonreí y me metí las manos en los bolsillos: iríamos al mercado, claro.
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