Luis LÓPEZ GALÁN Lusaka es una ciudad destartalada, tanto que apenas me atrevo a llamarla así, ciudad, término que ahora que la miro de nuevo parece venirle algo grande. Lusaka son en realidad algunas carreteras (un par, tres o quizá cuatro), que alguien dispuso para, quien sabe, unir los poblados que debían existir alrededor en el pasado. Eso fue hace mucho tiempo y ahora esas carreteras conviven con edificios de difícil definición arquitectónica y dudosa calidad en sus diseños. La mayoría de ellos apenas se aprecian desde fuera, desde la ciudad, desde las tres o cuatro carreteras atiborradas de vehículos enormes. Y es que ese es el otro cantar del lugar, los coches. Grandes, 4x4, cochazos llegados de Asia: el lujo asiático encontrándose con la exageración africana. Esta es una ciudad de atascos de horas perdidas que intenta con ellos demostrarse a sí misma su desarrollo. Un desarrollo, por otro lado, difícil de creer. Pero volvamos a los edificios, los que han ido levantándose a ambos lados de estas carreteras que forman Lusaka. La mayoría tienen pocas plantas, son de pequeño tamaño y están bordeados por un muro a modo de verja. En la mayoría de los casos estos muros están recubiertos de algún cartel o fotografía publicitaria. La publicidad ha llegado al centro de África de una manera algo extraña, como si plantar cualquier anuncio en cualquier lugar fuera la solución a cualquier problema empresarial. Hay otros edificios, en fin, mucho más grandes y altos, casi rascacielos, aunque éstos ocupan solamente una de las tres o cuatro carreteras: Cairo Road, la principal. A esta calle de asfalto agrietado, de negro rojizo provocado por el polvo de estas tierras, los habitantes la llaman town, el centro de la ciudad y donde se desarrolla la vida, si bien esta afirmación únicamente se cumple si el concepto que uno tiene de vida es suciedad, polvareda y personas vendiendo gallinas a pie de calle, junto a todo lo demás. Aquí se vende todo, por dinero todo vale. Seguramente en alguna esquina de Cairo Road es posible encontrar un alma a buen precio. Y si no, siempre se puede regatear.
En los últimos años, Lusaka se ha agarrado con fuerza al tren de la modernidad, aunque lo haya hecho con una sola mano y en el último vagón. Los tiempos modernos llegaron en forma de centros comerciales, los malls de la ciudad. Y dada la lógica del lugar, se construyeron unos al lado de los otros, para que no hubiera pérdida. Estos centros comerciales son, de hecho, completamente modernos, del siglo XXI, repletos de tiendas de altísimos precios y restaurantes, digamos, a la europea. Si se llega en uno de aquellos coches asiáticos para visitar el hotel de turno y uno de estos malls, Lusaka podría engañar fácilmente. Uno verá a las tradicionales mujeres de cestas de plátanos, montañitas de cacahuetes o cualquier otra cosa en la cabeza y telas de colores estridentes y combinaciones imposibles, pero no las escuchará implorar por algunos kwachas con los que comprar algo de comida. Lo que sea. La importancia del kwacha, por otro lado, es de tal calibre que ciega y sus colores apagados penetran en el cerebro del caminante en Lusaka como una serpiente envenenada. El único remedio capaz de matar a esta serpiente es verde, aunque no verde esperanza, tiene forma rectangular y se llama dólar. De mal a mal y tiro porque me toca. En Lusaka eres todo y nada con un billete de dólar en la mano. ¿Dónde comienzan los problemas de Lusaka y, por extensión, de África? ¿Hasta qué punto somos culpables los occidentales curiosos y hasta dónde lo son los propios locales? ¿Qué ocurre en esta tierra? ¿Será normal que escriba esto mientras espero a que el presidente del país (¡oh, Todopoderoso!) y su comitiva pasen de una vez para que la avenida se reabra al tráfico y yo pueda continuar con mi camino? Ojala algún día, Lusaka, te libres de los que, desde fuera y desde dentro, te oprimen y asfixian. Ojala algún día tu también puedas empezar de cero.
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