Luis LÓPEZ GALÁN Texto ensayístico
Una primera lectura del fragmento anterior, correspondiente a la obra teatral Casa de muñecas de Henrik Ibsen (1879), invita a pensar en Nora Helmer, el personaje hablante, como una heroína feminista en toda regla, una mujer liberada de la opresión matrimonial, familiar y, por lo tanto, social. Ahora bien, ¿lo es realmente? Analicemos en primer lugar lo que en la vida de Nora Helmer está y estaba aconteciendo antes de llegar a esta escena, que representa el clímax de la obra de Ibsen y casi el final de la representación. Su existencia junto a Tolvard Helmer, su esposo, de quien ya podemos presuponer en nuestra breve lectura que se está desentendiendo, es la de un matrimonio que puede definirse con el manido pero acertado término de «convencional». Él es un hombre trabajador a punto de conseguir un puesto soñado en la sede bancaria a la que ha dedicado sus esfuerzos laborales, ella es la esposa risueña que cumple con todos los mitos clásicos de la mujer literaria: ama de casa caprichosa de frágil y tierno carácter, madre dedicada a sus tres hijos y a su marido, sostenedora de la paz familiar dentro del hogar. Él se refiere a ella como «ardillita» o «alondra»; ella se muestra bobalicona y sumisa. Sin embargo, en el pasado, antes de que Tolvard tuviera tan cerca aquella mejora laboral y, por tanto, salarial, la familia atravesó momentos duros que Nora consiguió paliar con la ayuda de otro miembro del banco de su marido, el oscuro abogado Krogstad. Este le ayudó a falsificar la firma de su propio padre para conseguir un préstamo, lo cual supone el mayor secreto de la protagonista.
Hasta aquí, el brevísimo resumen de la primera parte de Casa de muñecas se enlaza ya con el propio contexto social que en la época de la publicación de la obra vivían las mujeres, en el que, si el entorno del hombre era la sociedad, el de la mujer era el matrimonio. La honra de la institución que era la familia servía de base para el ordenamiento jurídico tradicional, para la economía, la sociedad y sus normas morales, que posicionaban al esposo como absoluta autoridad. Hablamos aquí del también manido pero igualmente acertado término de «patriarcado». Nora (y el propio Ibsen), seguramente sin saberlo, se están levantando en armas contra él, están constituyéndose como hijos de la segunda ola del feminismo europeo y del primer intento de una revolución sexual que, como explica Kate Millet en su Política sexual (1970), no llegó a consumarse, pero sentó ciertas e importantes bases. Las arenas compactas de la sociedad en el viejo continente se han venido barriendo desde el siglo XVIII con una serie de olas encrespadas que han traído a la superficie, desde las profundidades de distintos pensamientos, la urgente necesidad de cambio social que logre la igualdad de sexos. Así, la primera ola se denomina en Europa al inicio del movimiento feminista, en aquel siglo; la segunda al periodo establecido entre la mitad del siglo XIX y los años 60 del XX; la tercera a la etapa que abarcó desde entonces y hasta los 90, y la cuarta a nuestra complicada actualidad. Casa de muñecas se publicó e interpretó en el teatro por primera vez en Copenhague en diciembre de 1879, periodo en el que la segunda ola feminista trataba, según Kate Millet, de perpetuar una revolución sexual que no pasaría de ser una “primera fase”, pero que sustentaría lo que estaría por venir. En su Política sexual, la escritora aborda todo un siglo (1830-1930) en el que pareció que, pese a la moral victoriana y las ataduras sociales, el mundo se encaminaba hacia una posible era de cambios. La autora llega a denominar este periodo, entonces, como una «primera fase de la revolución sexual», ya que la que conocemos como verdadera revolución sexual ocurrió en su propia época, la de Millet, en los años en los que ella leyó su tesis doctoral, después convertida en el ensayo ya citado, los 60 del siglo pasado, identificados ahora con la igualdad entre los sexos, el feminismo, la recuperación de la desnudez en la cultura, el cuestionamiento del papel del hombre sobre el de la mujer o la aceptación de otro tipo de relaciones, como las prematrimoniales y las homosexuales. Los antecedentes de ese movimiento social, los cimientos que consiguieron levantar ese portentoso edificio, se aglutinan, por tanto, en la denominada segunda ola del movimiento para los estudios europeos del feminismo, época de nuestra Nora Helmer. En su ensayo, Millet dice: «El primer paso de la revolución sexual tendría que consistir en abrogar la institución del patriarcado, aboliendo tanto la ideología de la supremacía masculina como la organización social que la mantiene en todo lo concerniente a la posición, el papel social y el temperamento.»[1] Es esto lo que, precisamente, vemos que Nora no va a poder conseguir. Es aquí donde radica su paradoja. La habíamos dejado en el momento en que nos enteramos de su secreto: había falsificado la firma de su padre para un préstamo que salvó la posición de su marido y, por tanto, de su familia, y no le había confesado nada a él, rey del hogar, porque sería una deshonra (recordemos que una mujer no debía estar siquiera capacitada para llevar a cabo tal acción). El momento álgido de la obra ocurre cuando aquel oscuro personaje, Krogstad, que ha sido despedido del banco de Tolvard, busca venganza: si Nora no intercede para que él recupere su puesto, confesará al marido la treta del dinero y la firma falsificada. La obra se revuelve entonces, la trama se hace más caótica para el regocijo del espectador en el teatro, pero lo más importante para nosotros ocurre al final: Tolvard se entera del desacato de Nora, de la treta a sus espaldas, de su rebeldía, de su indisciplina, y entra en cólera porque su esposa le ha dejado en evidencia. No importa que haya ayudado a la familia, eso no le corresponde a ella, sino a él. El caso se soluciona —el préstamo falsificado de Nora queda anulado, están salvados— y Torvald perdona a su esposa, vuelve a llamarla «ardillita», decide olvidar el percance de su volátil mujer, solo que esta vez es ella la que no quiere olvidar. En el fragmento que abre este texto, Nora parece haber experimentado un despertar de conciencia gracias a la tensión vivida y quiere deshacerse de su vida, dejar de ser la muñeca con la que todos han jugado (primero su padre y después su marido), y romper el vínculo devolviendo su anillo de boda, símbolo del yugo patriarcal, de la correa a la que ha estado atada. Nora se marcha, va a cambiar de vida, se va a liberar, pero ¿realmente lo está haciendo? ¿Es esa la libertad que buscaba aquella primera fase de la revolución sexual? El patriarcado, dice Millet, se ha constituido en la sociedad, en su estructura, de un modo tan vigoroso que no forma parte solo del sistema político que nos gobierna, también del «ámbito mental y la forma de vida» de cada uno.[2] El mundo occidental había vivido antes de Nora Helmer una cadena de cambios drásticos en cuanto a lo industrial, lo económico y lo político, pero eran cambios que afectaban solo a la mitad de la población. El inicio de la revolución sexual, o de su primera fase en aquella segunda ola, trató de atacar al patriarcado gracias a los pasos que anteriormente se habían conseguido dar, al ambiente intelectual de la Ilustración y de la Revolución Francesa, al movimiento reformista inglés y la primera convención femenina en contra de la esclavitud en Estados Unidos, a la Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft y a tantos otros intentos y aperturas de puertas y ventanas. Comenzó a perpetrarse una revolución, pero no se consiguió del todo. Lo mismo ocurre con nuestra protagonista, Nora. Esa primera fase, de la que hablamos a partir de Millet, logró perpetrar algunas reformas, pero no condujo a una verdadera revolución, que se vería más conseguida, como ya se ha dicho, en los años 60 del pasado siglo. Para que se hubiese dado verdaderamente entonces, las formas básicas del patriarcado —matrimonio, familia—, se tendrían que haber visto afectadas, la mujer tendría que haberse dejado de ver obligada a levantar esas formas básicas en nombre del amor. En boca de Millet: «El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas. Mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban. Tal vez no se trate de que el amor en sí sea malo, sino de la manera en que se empleó para engatusar a la mujer y hacerla dependiente, en todos los sentidos. Entre seres libres es otra cosa».[3] En Política sexual, se asegura que la primera fase de la revolución sexual despertó tres respuestas distintas en la literatura de su tiempo. La primera, que puede calificarse de realista o revolucionaria, congrega a un amplio grupo de teóricos radicales como Engels y Mills; la segunda, de la que Ruskin es portavoz destacado, trata de impedir cualquier tipo de cambio, proclamando la perfección y naturalidad de lo establecido, del heteropatriarcado todopoderoso; la tercera, la escuela de la fantasía, expresa un punto de vista casi exclusivamente masculino que viene a calmar al lector: se le recuerda que está asistiendo en la obra literaria a un caso excepcional, artístico, fruto de la literatura, y que en la vida real esos casos pueden solucionarse con aquel amor engañoso que oprime a la mujer. Quizá este sea el caso de Nora en Casa de muñecas. Su final, como era de esperar, fue diana de críticas durante varios años después de su estreno porque la seguridad de Nora al marcharse de casa, sin despedirse, era una bofetada para la moral alemana de la época. Para la moral, en general, de la época. De hecho, la presión fue tal que Ibsen tuvo que escribir un final alternativo para la primera interpretación de Nora, uno en el que el personaje se despedía de alguna manera de sus hijos, prolongaba el mito de la buena madre. En la representación en la España franquista, la protagonista no llegaba siquiera a marcharse de casa. Es aquí donde, con la perspectiva del tiempo, llegamos a la paradoja de Nora Helmer. Cuando devuelve su anillo al marido entendemos que se está liberando, sublevando, pero lo único que está haciendo es huir. No cuenta con las armas ni los recursos suficientes para enfrentarse a lo que su propia conciencia le dice, no tiene la comprensión ni el apoyo social que necesita para enfocar su vida, para vivirla libremente, y tiene que marcharse porque es lo único que puede hacer. No es una liberación, es una huida, un desarraigo; se convierte en una paria porque aquella era la única opción de las mujeres en el contexto de su siglo. Como el intento de la revolución sexual, a Nora, abanderada del feminismo en las tablas de un teatro, el patriarcado todavía no le permite romper los cimientos que tan portentosamente lo sustentan; sus primeras grietas aparecerán muchas décadas después y gracias a voces como la de la propia Kate Millet. Con su marcha, a pesar de lo vistosa que resulta a nivel escénico, solo acentúa la situación precaria de la mujer frente al hombre. La familia abandonada, el esposo dolido, la mujer mala, culpable. Como aquella primera fase de la que habla Millet, su intento es loable, necesario para lo que tendría que venir después, pero más que una revolución, se queda en una paradoja. [1] Política sexual (Kate Millet, Ed. Cátedra), p. 128. [2] Política sexual, (Kate Millet, Ed. Cátedra), p. 130. [3] Extracto de una entrevista realizada a la escritora Kate Millet en el periódico El País en mayo de 1984: https://elpais.com/diario/1984/05/21/sociedad/453938405_850215.htm
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