Luis LÓPEZ GALÁN
Relato finalista del concurso de cuentos navideños 2020 en Zenda Libros
Se diluye el último huésped en la neblina de Blackfriars Road, se extingue la claridad del ordenador; ahora hay que desenchufarlo, enrollar el cable y trasladar los bártulos a la oficina de arriba, donde la jefa de Pisos atesora los objetos olvidados. El segundo cierre este año, los dos en su turno.
Abraza el monitor, trepa los escalones y en la subida le acechan las luces titilantes del abeto: debe apagarlas antes de marcharse. Hace quince días que lo engalanaron con esas llamitas postizas y esos lazos rojos, con cierta ilusión cohibida entre los dedos, anillos de luz invisible, pero todo se ha ido al traste.
La jefa de Pisos está en su mesa cuando ella entra; reposa las piernas tras el ajetreo.
—No se iba ese hombre, ¿eh? Se refiere, claro, al huésped, a quien incluso ha revelado la verdad para que se marchase, cosa terminantemente prohibida en el servicio al cliente: que no tenían muchas chicas ya, que no se irían hasta terminar el último cuarto. —Me ha costado echarlo, sí, ya sabes cómo es la gente… —¡Les da todo igual! Y mis chicas, pues allí, mano sobre mano hasta que el bendito señor ha querido… Sus chicas son las camareras de Pisos, título oficial. Todas mujeres, ninguna inglesa, quién sabe la razón de ambas cosas. A ella no se le da mal hacer camas y alguna vez arrima el hombro; disfruta con esa rápida llave marcial para izar el colchón, con el dobladillo, con el perfume de cítricos espolvoreado sobre el cobertor para allanarle los pliegues. Quizá lo disfruta porque es transitorio y regresará a su lugar en la Recepción; un hotel es como un pueblito, todos tienen su sitio: se puede suplir otro un rato, pero siempre se regresa al de uno. —¿Qué harás? ¿Irás al norte? —continúa la jefa de Pisos—. Mis chicas, te lo digo: se me irán todas y ya veremos si vuelven. Partirán a sus países, eso quiere decir; aprovecharán la coyuntura y por una vez tendrán las fiestas en paz y sin dolor de riñones. Ella no se decide; normalmente los huéspedes absorben toda su energía y se la llevan lejos, en su maleta, plegada entre ropa y recuerdos, pero con el cierre tendrá que carearse consigo misma y con la muerte, con la evocación de aquella tarde cenizosa en el cementerio. Quería pasar el luto sola y su madre acató la orden, pero ahora duda y sólo quiere salir del edificio, que sin la felicidad artificial que se crea para el huésped no es más que un lugar frío y destartalado. —La verdad es que no lo sé, porque viajar está complicado... —¡Todo lo está! Qué barbaridad. Pero bueno, no nos quejemos, que los hay peores. Escucha, ¿has cogido tu regalo? Todo el dichoso año abriendo y cerrando, con ese no saber qué va a pasar que nos va a terminar matando, y esto se dignan a regalarnos, pero bueno, cógelo, que es tuyo. La jefa de Pisos le entrega una caja de mince pies y ella la sostiene y la mira: este año todavía no los ha probado. No dura mucho así. No aguanta más allí dentro. Se dicen adiós con un bamboleo de brazos y médanos en las frentes. Baja, enreda el pie en las luces del árbol, las desconecta con zarandeos y se sumerge en el velo blanco que cubre la avenida. El aire es frío fuera, pero no llueve. Ella trota hacia el río despejando la cortina de niebla con la punta de las botas, imagina la ciudad a vista de cuervo: un bosque de cemento sesgado por una culebra de agua y vaivén sinuoso. La librera del puente también está cerrando el mercadito, le apena atestiguarlo. Recuerda cómo, en aquella lectura medieval que le compró, pasó por alto los sobrenombres que antaño se habían dado ya a los tiempos que ella está viviendo. Influenza, peste, fiebres. Un racimo de lecciones no aprendidas: la historia se repite, pero las personas olvidan. Se pregunta cuántas páginas tendría su vida de ser un libro: abarcaría unos diez capítulos a lo sumo. Una biografía corta. Una nouvelle repetitiva marcada por un único acontecimiento: la temprana muerte de Thomas. Las farolas centellean a medio gas, encienden el hálito de la culebra; en una bocina gritona cantan What child is this y ella vuelve a sentirse en un enredo dickesiano, a imaginarse a David Copperfield con prisa en los talones, corre que te corre. Se sacude la fantasía con una cabriola de cuello. La librera no es más que un contorno diluido por la bruma, su copete de pelo desflecado por el vaho contaminado del Támesis. Hay algo en sus manos que le recuerda a su madre, como cada vez; es quizá la fragilidad de esas manos descarnadas, dos bolsas de huesecitos finos. Le regala una sonrisa rota, la librera, y salmodia un «feliz Navidad» grumoso, como si tuviese arena en la garganta. Esa vieja le ha salvado en un sinnúmero de ocasiones con quimeras de tinta. Tantea el interior de su bolso, echa mano a la caja de dulces, lo único que puede ofrecerle, y la deja levitando por encima de las últimas novelas. La otra la mira, la agarra, la abre: no hablan, sólo mastican, protegidas por las letras de los libros, hasta que la librera empuña uno fino, como el de su vida, y se lo muestra. Un gesto sedoso, pero inequívoco: un regalo. —Este no me lo pagues. —Pero… —Te digo que no. Es Navidad. Los dedos de la mujer, los dulces compartidos, su madre, las fiestas, la soledad: relámpagos en los intestinos. Se despide con un cabeceo y da media vuelta; encara el río con vidrio en las pupilas, lo cruza con celos por la librera del puente de Blackfriars, por su existencia plácida entre palabras e historias eternas. La suya no lo es. La suya es un libro corto, pero merece un siguiente capítulo, uno que escribirá en el norte, con su madre. #unaNavidaddiferente
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