Luis LÓPEZ GALÁN Artículo Escribir, cantar, crear para la tierra de uno, para la raíz que nos conecta al mundo, no es asunto sencillo y, sin embargo, es del todo natural. Al mirar atrás me convenzo de que esta «raíz de nuestra existencia» tiene mucho que ver con nuestros primeros años de vida. Como dijo María Elena Walsh: «el idioma de infancia en un secreto entre los dos», entre nuestra tierra y nosotros mismos, y mi infancia transcurrió entre los resplandores de las lozas de los jardines en Talavera de la Reina, la Ciudad de la Cerámica. Haber nacido y crecido en la villa toledana de Talavera, en España, que fue entregada a modo de regalo a Isabel de Portugal para adoptar la muletilla de la Reina, te convierte en una especie de amante de los colores, el brillo y las formas de su tradicional e histórica cerámica. No hay paseo o celebración que no vaya allí adornado con frisos cerámicos o fuentes de azulejos, los mismos que la otorgan ese carácter tan especial y que la inserta en la historia, ya que la cerámica en Talavera de la Reina se remonta a la época romana. Sus formas continuaron evolucionando a lo largo de los siglos con las tradiciones y usos musulmanes y, más tarde, con los cristianos. Los motivos que actualmente son más populares llegaron, sin embargo, con el Renacimiento de la mano del artesano flamenco Jan Floris en el siglo XVI, que introdujo técnicas más modernas para que los artesanos talaveranos produjeran mayores cantidades en menor tiempo. Fue esta cerámica la que se utilizó, por ejemplo, en la Corte del Rey Felipe II y en edificios como el Monasterio de El Escorial o el Palacio Real, ambos en Madrid*. Con ello, los ceramistas talaveranos vieron cómo sus producciones comenzaban un primer viaje a lo largo y ancho de la península ibérica. La cerámica vivió otro particular periplo a través de las influencias, primero gracias al nombrado Jan Floris y más tarde a los motivos chinescos llegados desde Portugal y sus colonias. Según Andrés Torrejón en su libro Historia de Talavera de la Reina (1956), durante el siglo XVI el crecimiento de la población ayudó al desarrollo de hornos talaveranos que compartieron monopolio con los de Triana, en Sevilla. Y desde estos dos puntos de la geografía española… hacia el resto del mundo. El siglo XIX y el ceramista Ruiz de Luna, muy recordado en la ciudad, devolvieron un esplendor algo perdido en el siglo anterior y convirtieron a los azulejos en viajeros internacionales. Gracias a esta época, actualmente es posible encontrar platos, jarras y otros elementos cerámicos decorativos en diversas partes del mundo, tanto productos talaveranos como de la vecina localidad de Puente del Arzobispo. Décadas atrás, los talaveranos más longevos recuerdan a los artesanos dispuestos a ambos lados de la carretera que conectaba la ciudad con Madrid, por lo que miles de viajeros tuvieron acceso durante años al producto tradicional. De entre todos los viajes, sin embargo, puede que uno de los más interesantes sea el que la cerámica talaverana hizo para llegar hasta el denominado Nuevo Mundo, la manera en que cruzó el océano para mezclarse con las costumbres locales y formar una de las tradiciones artísticas más hermosas del continente americano: la de la cerámica de Puebla en México que, de hecho, se denomina talavera poblana. ¿Qué tienen que ver la una con la otra? ¿Cómo se produjo la llegada de esta céramica viajera? La historia de la llegada de los primeros alfareros y ceramistas desde Talavera de la Reina hasta México, en concreto a la hermosa Puebla, la ciudad de las iglesias, forma hoy un enredo entre lo que realmente ocurrió y las leyendas que se han ido formando con el paso de los años. Fue a finales del siglo XVI cuando numerosos monjes españoles comenzaron a abandonar la península ibérica camino de México y, dado que en las nuevas construcciones de iglesias y templos requerían de la ayuda decorativa de los alfareros, también ellos marchaban. Esta teoría es la más aceptada en la actualidad y con ella se presupone la llegada a tierras mexicanas durante su época virreinal de numerosos artesanos laicos desde distintos puntos de España, sobre todo de Sevilla y de Talavera de la Reina, los centros cerámicos principales y característicos de la época. Los conocimientos de todos ellos se fundieron entonces con los colores y las tradiciones indígenas locales para, entre todos, dar comienzo a la talavera poblana. En la historia de este tipo de cerámica artística surgido en Puebla, hay un nombre que siempre sale a la palestra como principal introductor de las técnicas, las formas y los motivos que tradicionalmente se utilizan en la cerámica de Talavera de la Reina: Diego Gaytán, talaverano de nacimiento y establecido en Puebla a principios del siglo XVII. A pesar de ello y según el estudio de la historiadora Emma Yanes Rizo**, parece que Diego era descendiente del matrimonio entre Gaspar de Encinas, español establecido en Puebla con una casa «en la mejor calle de la ciudad» que había reformado con cuatrocientos pesos, y María Gaytán, procedente sin embargo de Sevilla. Este tipo de datos hace que la historia de la llegada de la cerámica y de los propios alfareros a México se confunda entre la realidad y la leyenda. Lo que es cierto es, como decía, que el nombre de Diego Gaytán y su arribo desde Talavera de la Reina está asociado a la creación de la talavera en Puebla.
A partir del siglo XVI, la producción creció y se estipularon categorías de calidad y normas de decoración, como el uso del azul cobalto en las piezas más finas. Tal fue el incremento de la calidad de la cerámica en Puebla que, desde aquí, se exportó a países como Venezuela, Guatemala o Colombia y siguió dejándose influir por otras piezas, como las que llegaron décadas después desde lugares como Manila. Así, el viaje que comenzó en Talavera de la Reina de la mano de los monjes y los alfareros culminó en uno de los elementos decorativos más queridos de México. Ilustraciones: Aarón Mora Datos bibliográficos: * Cerámica de Talavera en El Escorial / ** El origen de la 'talavera' en Puebla, por Emma Yanes
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