Luis LÓPEZ GALÁN Relato Se pierde en los libros, siempre le ha ocurrido. Quimeras de tinta, vidas imaginadas, pensamientos desconocidos que se abren en las páginas como los pétalos macilentos de un narciso. Abre un libro y se le adormece cualquier mal temple, se le apaciguan las ansiedades, se le transforma el recelo hacia sí misma en la gracilidad del vuelo de una mariposa. Comenzó la pasión cuando era una niña, esa enajenación por los libros, y desde entonces no hizo más que crecer, igual que lo hacen los brazos o las piernas. Sonaba un golpe en el salón, su madre otra vez al suelo, y ella abría uno enseguida, cualquiera, de par en par, el que pudiera encontrar en la estantería para aplacar el estruendo: la guía de viajes sobre Marrakech, vieja, poco usada y que años después se complementó con aquella otra novela de amores y dunas, de sabiduría y arena; el manual de jardinería, con el que aprendió a diferenciar flores y a memorizar sus nombres botánicos; aquel cuaderno «del bienestar» que hablaba sobre prácticas que ella jamás había visto en su casa: la de las sonrisas por doquier, la de la exhibición de sentimientos, todos expuestos encima de la mesa como si fuesen pan o queso.
En su casa no se hablaba de uno mismo, no se hablaba de nada; se izaban las voces como una bandera negra cuando sus padres discutían, ahí se alzaba bien alzada, pero nada más. Aquel piso habría sido una buena biblioteca de haber tenido más libros, con todo aquel silencio por disfrutar, con todas aquellas oquedades, aquella falta de conversación. Como allí no había tantos libros, la sala de lectura de la escuela fue el albor de su ruina, el embrión del prodigio de la literatura, un fenómeno que ya desde entonces se convirtió en algo mucho más real para ella de lo que a su alrededor percibían sus sentidos. Al principio, seleccionaba sus lecturas basándose en la tonalidad de los títulos; los cogía con sus dedos flacos y recitaba el encabezamiento con una voz muy alta metida dentro su cabeza, un ejercicio que fue perfeccionando con los años. Si al silabearlo se le revolvían los intestinos y le cosquilleaba una pluma por dentro de las venas, entonces lo apuntaba en su lista de historias por leer; si no había hormigueo, tampoco lectura. Aquello, claro, cambió con el tiempo, como lo hacen todas las cosas, y en algún momento comenzó a servirse de la sinopsis para comprobar si se le prendía por dentro la llama de sus pasiones. Una persona diferente habría deducido de aquella lección otra bien importante: la de no juzgar a los demás por su apariencia, pero esto entraba dentro del ámbito de los asuntos sociales y de eso ella nada entendía, ni tampoco lo pretendía. No, no aprendió a llevar aquello a la práctica con las personas, no contaba su espíritu con ese don social, pero lo consiguió con los libros con bastante rapidez y cierta brillantez. La marcha de su padre en una noche de granizo, en una madrugada de aldabonazos pedregosos en los cristales de las ventanas, logró que lo suyo con los libros se afianzara, no así lo otro, su mal idilio con las personas. A pesar de su fresca libertad, su madre se encerró en sí misma y de allí no había nada ni nadie que la pudiera sacar, como si le hubiesen arrancado el corazón de un zarandeo y luego lo hubiese ella rescatado del suelo con sus propias manos, metido en su boca y tragado de vuelta. El silencio de la casa se hizo norma y también la oscuridad, la lobreguez de los pasillos, de la sala de estar, de las ojeras de su madre. Así, sola con su lamparita, con su bombilla ambarina, ella, hija callada, se refugió otra vez entre las letras, al amparo del aroma de las páginas desgastadas, del tacto firme de las cubiertas y las contracubiertas. Inevitablemente, la niña se hizo mujer: se le estiró el talle, se le corrompió el candor, comenzó a plantearse, como deben hacer los adultos, la razón por la que ella existía en este mundo. ¿Los libros? Quizá, se decía. Nadie sabía lo que podría hacer, tampoco ella misma. Había observado la vida a través de la mirilla de una puerta y nada más; había conocido el mundo sólo en cuartillas, en grafito. Cuando hubo de tomar la decisión sobre su futuro, la que los adolescentes toman para dejar de serlo, no se atrevió a probar cosas nuevas y al mismo tiempo se atrevió a probarlas todas: dirigió sus pasos hacia los pasillos diáfanos de la biblioteca de su ciudad. Tenía la de Stuttgart estanterías abiertas, claras, muy blancas; era la biblioteca pálida como su rostro y con eso supo que aquel era su lugar, que debía poner allí orden como una reina lo hace en su cuento. Un simple cubo por fuera, eso era el edificio, un cuadrado que no decía nada, pero un laberinto futurista en el interior. Cuando entró por primera vez se sintió extasiada, le faltó el aliento y subió las escaleras con cierta fatiga, pero pronto se aprendió todos los rincones como si allí mismo hubiera ella nacido. Han pasado los años, lo único que ellos hacen; como el hálito en los pulmones, como la infancia entre los dedos, como todas las cosas que se inician nada más que para irse zanjando. Han pasado los años y, desde hace unos días, la bibliotecaria de Stuttgart tiene un dilema nuevo. Ya lo tenía, mejor dicho, pero al dilema antiguo le han crecido brotes frescos que guerrean por florecer. Lo que le ocurre es que ya no vive tranquila, que su día a día ha dejado de ser sosegado. No sabe cuándo ha ocurrido, ni cómo. Antes se tranquilizaba al pensar que lo que hacía en la biblioteca era evadirse de su vida, de su existencia, que si se sumergía en las letras era para olvidarse del exterior. Ahora, de súbito, le parece que el exterior no es tal cosa, que la realidad allá fuera tampoco es realidad. Está desorientada. Si su vida son los libros, no los puede utilizar para escaparse de la vida, eso no tiene sentido; si se escapa de la vida, entonces lo hace también de los libros. No lo entiende, ya no sabe ni quién es. Agarra una novela, mira los estantes pálidos de la biblioteca: por primera vez necesita salir de allí. Lo hace, marcha a la calle, a las aceras, a un parque; se fija en los árboles, pero esos tampoco parecen de verdad. Míralos, se dice, son tan verdes, ¿de dónde salen todos, de dónde todo ese verde? Los habrán plantado allí, quién sabe, nadie sabe. Observa el libro, lo abraza, pero ya no siente nada. ¿Qué es la vida? No es lo que pone en los libros, pero se le parece. Se toca el pecho. Lo entiende. Las letras imitan la vida, pero la vida está en otro sitio. La mano al pecho, otra vez. ¿Allí? Allí. Dentro. La vida. Siempre fue con ella, porque todo es ella misma. Tantas veces sintió que debía huir y, en realidad, nunca necesitó hacerlo.
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