Luis LÓPEZ GALÁN Artículo A pesar de que la vinculación entre las personas y la sociedad —o la disparidad entre las pulsiones de las personas y los requerimientos de la cultura en cuanto a ellas— es algo explorado por Freud a lo largo de su vida, en el El malestar en la cultura se adentró en el asunto de manera pormenorizada. Escrito en 1929, es este el estudio en el que con más rigor trató de poner en evidencia los ideales de la cultura y las adversidades de la vida humana. El gran tema del ensayo es la rivalidad entre las demandas de las pulsiones y las limitaciones que la cultura les impone, cómo la cultura trata de establecer sociedades pacíficas mediante el sometimiento de las pulsiones sexuales y agresivas de los individuos y cómo, por ello, esas pulsiones terminan transformándose en sentimiento de culpa. Freud establece dos tipos de instintos en el individuo. Los primeros son los sexuales, o el amor genital, de capital importancia para fundamentar la cultura y su desarrollo histórico en las sociedades de individuos. Ese amor primitivo-genital provoca satisfacciones en el individuo y este las va a buscar ya no solo en sí mismo o su entorno, sino también en sociedad cuando comienza a crecer. Ahora bien, al ocurrir esto, al extrapolar ese amor genital a la vida social para satisfacer los límites que establece la cultura, algunos individuos pierden de vista lo genital del amor y lo dirigen al resto de personas de manera amistosa. Esta idea se relaciona con las religiones, cuyas máximas, como «amarás al prójimo como a ti mismo» (incluso al enemigo), Freud rechaza. Aquí es donde comienza la represión del instinto sexual, por miedo a lo que «ahí fuera» los otros dirán de nosotros si no lo hacemos; cuando lo reprimimos, se acaba el miedo. Pero hay un tipo de instinto que supera estos límites y que provoca en el individuo algo mucho mayor: la agresividad. Para Freud, existen tendencias agresivas en el ser humano de manera natural, primitivas en nosotros, que ponen en peligro nuestra relación con los otros individuos dentro de esa sociedad que habíamos construido, que pueden llevarnos a la desintegración. El prójimo llega a ser un «motivo de tentación» para satisfacer esa agresividad. De ese peligro se sirve precisamente la cultura para levantar sus barreras, para delimitar la actitud belicosa intrínseca en el ser humano. Citas dogmáticas como «amarás al prójimo» vienen entonces a marcar las normas que nos obligarán a reprimir esa agresividad nuestra para poder pertenecer a la cultura, a la sociedad; para integrarnos. Esta, al imponerse de esa manera, al cortarnos las alas, complica que el ser humano pueda alcanzar la felicidad, problemática por la que el autor escribe este ensayo en primer lugar. Quizá vivimos con más seguridad física, pero menos felices, más reprimidos. Este aspecto de la ganancia en seguridad abre la puerta a la esperanza: Freud afirma que ejercemos nuestro legítimo derecho si nos quejamos de esta forma de cultura que nos oprime, pero que se puede esperar que paulatinamente se vaya modificando para adaptarse a nuestras satisfacciones.
Los planteamientos de Freud ejercieron grandes influencias en las corrientes de pensamiento del siglo XX; no tanto en la analítica, aunque Wittgenstein tratara sus ideas de manera ocasional, como en las corrientes marxistas con E. Bloch o la Escuela de Frankfurt y las corrientes fenomenológicas-existencialistas con P. Ricoeur, por ejemplo. El portentoso legado de Freud sigue vigente y continúa sorprendiendo, pues la felicidad que andaba buscando, el equilibrio entre las barreras impuestas por la cultura y nuestras pulsiones naturales, todavía no se ha encontrado y resuena en los conflictos actuales e incluso en nuestra manera, en muchas ocasiones agresiva, de comunicarnos, por ejemplo, en redes sociales.
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