Luis LÓPEZ GALÁN Relato. Es una mañana de octubre y las calles destartaladas de Siem Reap amanecen ya convertidas en un alboroto, por aquello de no perder la costumbre. Salir del hotelito con piscina que nos hemos reservado para darnos un pequeño lujo en nuestro transitar es una contienda: la lucha contra las fieras de chapa que colman el asfalto y las arenas, los portales y también las aceras. Hay coches de pintura desgastada, motos y bicicletas, carromatos con frutas de esas que los occidentales llamamos exóticas. Hay un universo aislado, de esos que no se repiten en ningún otro lugar. Un universo que tiene aquí, al norte de Camboya, nombre propio: Siem Reap. Nuestro periplo nos había llevado por distintas zonas de ese reino tan peculiar y que, sin embargo, en ocasiones el viajero pasa por alto por culpa de los países vecinos: se olvida de sus playas del sur porque ya visitó las de Tailandia, de su naturaleza salvaje en el interior porque ya atravesó Laos, de lo vibrante de Phnom Penh porque ya vivió Hanoi. Una lástima, pienso yo en esa mañana de azul poderoso en el cielo, Es octubre, en fin, y salimos a esas calles de bulla y rugido de motor para encontrarnos con un conductor que la noche anterior, cenando amok, nos había dicho dos cosas con la expresión severa de los que desean ser tomados en serio: que se llamaba Keo y que la mejor manera de conocer Angkor Wat era en tuk-tuk. Nos lo creímos todo, qué otra cosa íbamos a hacer, y ahora estábamos esperándolo a las puertas del hotelito, después de un desayuno copioso de huevos revueltos y mucho café. Keo emerge entre la polvareda de la calle como una aparición, subido en una moto roja que tira de un carrito, ambos cubiertos por un techo de lona. Llega sonriente esta vez y nos montamos casi en marcha uniéndonos al barullo de las calles, convirtiéndonos en un crujido más del pavimento. Alguien me dijo una vez que no hay nada a lo que uno no pueda adaptarse y allí, en la incomodidad de los asientos duros del carro de Keo, convierto sus palabras en un mantra. Así atravesamos medio Siem Reap, aunque a mis ojos aquello parece una amalgama de varias ciudades: mercados de artesanías y puestos de comida callejera a los pies de hoteles de lujo, avenidas que dan a un riachuelo con un parque encantador junto a una atracción de feria de pueblo. Un sinfín de ruidos en ese universo paralelo. Cuando las carreteras finales van ya encontrándose con el verdegal frondoso que rodea el monumento, todo comienza a apaciguarse: las ramas de los árboles no se mecen, la velocidad de los vehículos se serena, el viento es ahora brisa. Angkor Wat, ciudad del templo, ciudad sagrada, es la estructura religiosa más grande que el ser humano ha construido jamás, un conglomerado de templos cuyas formas picudas se elevan hasta las nubes, un lugar descomedido en el que reina el recogimiento. Con Keo y su tuk-tuk nos vamos adentrando en los caminos rectos y dejando los templos de piedra a los lados. La espiritualidad es algo muy personal, pienso entonces, cuando comienzo a ver a unos monjes budistas caminando en las orillas de los senderos, con ese naranja que centellea. Algunas personas la relacionan directamente con sus rezos, sus costumbres religiosas o con hacer yoga de manera continua, como una droga, para evadir la realidad. Puede que haya algo de espiritualidad en todo eso, no soy nadie para decir lo contrario, pero me convenzo entre lo añejo de esas rocas de que la verdadera espiritualidad reside en la simpleza de lograr hallarnos en el presente. Quizá no es tan simple, ciertamente. Allí, la naturaleza se ha apoderado de todo lo que el hombre ha construido y las raíces de los árboles ahogan las fachadas de los templos, con sus curiosas estatuas, sus motivos florales. Nada de lo que fueron importa, como tampoco lo hace en lo que algún día se puedan convertir. Todo lo que nos es esencial, en fin, es la paz que ahora exhalan. Keo va deteniendo nuestro carruaje en los lugares que él considera conveniente, y a nosotros esto nos parece estupendo, pues así es como nos vamos encontrando con templetes escondidos que huelen a incienso y flores, montecitos que sobresalen entre las copas de los árboles y ofrecen vistas de belleza firme, insuperable, y un enorme lago donde el tiempo parece haberse detenido. Algo después, en el templo más descomunal, el que lleva el mismo nombre que el conjunto, los monjes budistas aparecen y desaparecen entre los pasillos. Llaman mi atención y me quiero acercar a ellos, pero no como uno más de esos que echan una moneda al viento para ser bendecidos por ellos, o lo que sea que hagan cuando eso ocurre. No, quiero sentirlos cerca, quiero hablar con ellos. Con mi afición a saltar al vacío, me siento junto a uno de ellos. Es un muchacho joven, despreocupado, que no me hace mucho caso hasta que me mira por el rabillo del ojo y lanza al aire, ahora caluroso, una tímida sonrisa. Se me queda mirando un rato, pensando cosas que sólo a él le pertenecen, y de súbito alarga su mano para que, entiendo yo, pose allí la mía. Lo hago, con la palma enfrentándose a los cielos, y él la mira y la roza con las yemas de sus dedos durante unos segundos. Ejerce algo de presión después, con el pulgar sobre mis venas, en mitad de la muñeca y, acto seguido, la suelta tranquilo. Es una breve conversación, lo mío con el monje. Le pregunto si es feliz, menuda estupidez, y me responde que es igual de feliz que yo y que todos los demás. «Todos somos iguales, a mí también me gusta la pizza». Eso me suelta, en medio de ese templo descomedido de paredes de piedra vieja. Hace una mueca, posa para una foto y vuelve a su posición, como si no hubiera pasado nada. O más bien, pienso, sabiendo que poco importa lo que haya ocurrido, pues vuelve a estar viviendo su presente.
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