LUIS LOPEZ GALAN
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El heredero Masái

4/25/2015

2 Comentarios

 
Luis LÓPEZ GALÁN
Henry conducía con perseverancia aquel mediodía, aun sabiéndose vencido desde antes de salir por los agujeros de agua profundos y resbaladizos que la lluvia había dejado la noche anterior sobre el terreno. Mi cabeza chocaba intermitentemente con el techo de la furgoneta pero sabía que no debía quejarme; al fin y al cabo era yo quien había elegido visitar Kenya en plena temporada de lluvias. Uno imagina la sabana africana como la tierra seca y dorada cuyos brillos refulgen al contacto del sol abrasador y, finalmente, es la naturaleza la que despliega sus paradojas ante tus ojos demostrándote quién es la que manda.
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Fue difícil, en fin, transitar por la arena rojiza que cubre la tierra de los Masái, la tribu más famosa de Kenya, la más legendaria probablemente. Puede que ese color rojizo de suelo y montañas no sea más que otro ardid de la sabia naturaleza, uno con el que cubre, o al menos lo intenta, la mayor debilidad humana: la nostalgia. Y es que, lo quiera uno o no, la arena roja de África transforma horizontes y comportamientos. Nadie vuelve a ser la misma persona tras sentir en su piel esos rojos granos de polvo africano.

Mientras divagaba en estos asuntos, Henry continuaba enfrascado en su tarea de no quedarnos a dormir en mitad del Maasai Mara, la gran reserva que une Kenya con Tanzania, si bien aquí cambia su nombre por el de Serengeti. Son estos lugares codiciados destinos para viajeros de todo el mundo, amantes de los animales o turistas aburridos ya de las rutas tradicionales de sus respectivas áreas geográficas. El Masai Mara, ahora así escrito, con una sola a, aprovechando que nada importa, es el principal atractivo turístico de Kenya, a pesar de que existan en el país otros lugares con las mismas especies animales o incluso maravillosas y paradisíacas playas de arena blanca. Poco importa cuando se trata de vivir en carne propia la leyenda negra del continente africano; cuando se trata de ser una hormiga más en busca de ese legendario grano de arroz. Y llega el momento de reconocer la verdad: yo también fui una hormiga más, otro viajero en el lugar más turístico de Kenya. Lo fui hasta que el destino puso en mi camino al bueno de Henry, que continuaba mientras tanto  tratando de que aquel barco de rueda y metal no encallara en el barro.

Henry tenía un orificio en cada oreja, un pequeño agujero que dejaba sin embargo pasar la luz de un lado a otro de la piel. Pero no estaban estos orificios en el lóbulo, como mi mente occidental habría imaginado, ni siquiera en el trago, donde últimamente alguna moda había dictaminado que también podía uno agujerearse. No, Henry tenía dos perforaciones a la mitad de la oreja por costumbre familiar. Eso dijo. Como también dijo sentirse incómodo sin su ropa Masái cuando mi curiosidad disparó al vuelo una docena de preguntas, de índole cultural en su mayoría.

Mi esposa y mis hijos viven en el poblado – comenzó a resumir Henry a modo de respuesta -, a los pies del Kilimanjaro en Tanzania. Yo voy cuando puedo, cuando no hay trabajo. Por las mañanas, parece que la montaña está más cerca y que casi la podemos tocar y la nieve de la cima brilla en todo su esplendor, así sabemos que llegó un nuevo día. Si hay trabajo los dejo allí; mi hijo ya tiene dieciséis años y puede defender al resto. Yo me visto así con esta ropa y me voy a trabajar. Cuidar del ganado ya no lo es todo, desgraciadamente.
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Hay palabras que encienden la llama que todo espíritu viajero guarda en el corazón, nombres míticos que se repiten una y otra vez en aventuras e historias de exploradores icónicos. Kilimanjaro es una de ellas. Kilimanjaro. No hace falta añadir mucho más. Sin embargo, Henry la pronunció al mismo tiempo que detenía el vehículo y fruncía el ceño con la mirada fija en los arbustos del exterior, por lo que no pude curiosear como mi olfato sabueso hubiera deseado. De entre las ramas y los robustos espinos, o al menos eso me parecieron, que cubrían ambos lados del sendero, si es que podía denominar de esta manera a aquel barrizal, un resplandor anaranjado se abrió paso encaminándose hacia nuestra situación. Se trataba de un hombre alto, delgado, de piel oscura como las tinieblas y ojos pequeños cuyos ropajes hablaban más de él que él mismo habría podido hacer, a saber: una tela larga de cuadros naranjas y rojos anudada al hombro cubriendo una especie de túnica roja hasta las rodillas, sandalias de cuero marrón y un bastón de madera. El Masái hizo caso omiso a mi presencia y se dirigió  a Henry en lo que supuse que era maa, la lengua tradicional de la tribu. Bien es cierto que podrían haber hablado en suajili, dado mi escaso conocimiento de ambas. De hecho, la única palabra que conocía en suajili en aquel momento era simba, que significa león, o eso me había dicho Henry, algo que me había vuelto a traer a la memoria la dichosa película infantil.

Tras unos minutos de conversación, la aparición Masái abrió la puerta del vehículo y Henry me hizo un gesto con la mano para que me hiciera a un lado y dejara hueco para que pudiera sentarse. Así, una vez cerrada la puerta, me convertí en el compañero de viaje de dos amigos Masái que no paraban de charlar animadamente. Tanto que poco pude saber sobre el nuevo ocupante del vehículo y tuve que aprovechar las escasas pausas que el hombre hacía, probablemente para respirar y seguir hablando, para averiguar que su nombre era Salao y que me llevaría encantado a visitar su poblado, cuyo jefe era su padre y, por tanto, del que él estaba al cargo. Entendí que aquella situación era algo habitual para él y que el futuro se había abierto paso en las vidas de los Masái como un caballo que galopa sin freno, convirtiéndolos en una suerte de parque temático que debían haber aceptado a su pesar. Como tiendo a ser una persona positiva, decidí sacar partido a la experiencia a pesar de los pensamientos de artificialidad que merodeaban por mi mente.

La llegada al poblado es, en sí misma, una atracción turística. Miembros masculinos del clan me recibieron con danzas tradicionales y sonidos de cascabeles de hojalata y con sonrisas poco convincentes y gestos que demostraban cierta apatía o hartazgo. Entre tanto, Salao me anunció el precio a pagar para poder entrar al poblado y fue justo entonces cuando decidí que aquel momento era el idóneo para lanzarme de cabeza en busca de la realidad, como se salta a un río en una soleada tarde de verano. Al observarlo ahora más de cerca, comprobé en el rostro de aquel hombre varias marcas de distintas profundidades y algún que otro arañazo. Y le pregunté. Le pregunté sobre infinidad de asuntos, me quedé sin saliva de tanto preguntar. Así fue como Salao se percató de que yo no estaba demasiado interesado en lo que ellos habían convertido en turístico. Por el contrario, me atraía su visión acerca del asunto. Me miró durante unos minutos, mientras sus compañeros saltaban y cantaban, hasta que finalmente asintió con la cabeza. Conciso y claro. Un simple gesto para anunciarme que acababa de abrirme las puertas a su poblado y también a su alma.

Los Masái viven en unos recintos llamados manyattas que siempre están formados por un espacio en el centro destinado al ganado y distintas chozas o casas de reducido tamaño a su alrededor, todo ello protegido por un muro de ramas y arbustos que intentan impedir la entrada de los depredadores al caer la noche. Cuando los hombres terminaron sus bailes, Salao me condujo hacia el interior del poblado, donde las sensaciones comenzaron a estallar ante mí. O puede que lo hicieran dentro de mí. En cualquier caso, me encontré caminando sobre una alfombra gruesa de excrementos de animal, el mismo suelo en el que decenas de niños jugaban a la sucia pelota descalzos y rodeados de moscas. Aquel era el lugar destinado para que el ganado descansara por la noche pero en ese momento estaba ocupado por todos los niños, que ese día no tenían escuela. Según me decía Salao, el dinero que los Masái ganan con la llegada de turistas, que según él cada vez es menor, se destina a construir escuelas cercanas a los poblados para que los niños no tengan que desplazarse a la ciudad y puedan seguir ocupándose del ganado después de las clases. En el colegio aprenden, entre otras cosas, suajili e inglés, algo que él mismo demuestra. Pero Salao decidió entonces cambiar la ruta turística, intentando saciar la curiosidad que debía leerme en los ojos. Fue entonces cuando nos dirigimos hacia el interior de una de las pequeñas chozas de muros de un adobe que, según me explicó al acercarnos, formaban a base de excrementos de animal y barro. Al entrar en aquellas estrechas cuatro paredes la primera sensación en la que me vi inmerso fue la de estar respirando humo, únicamente humo. Los Masái construyen sus viviendas con tres pequeños dormitorios: uno para los padres, otro para los hijos y el último para su vaca más pequeña, dejando en el centro de la estancia un agujero humeante de madera, brasa y ceniza que hace las veces de cocina. La vaca es un animal sagrado para la tribu, de ahí su importancia en la organización de la casa, un animal del que también sobreviven, extrayendo hasta su sangre a través de un tubo para mezclarla después con la leche formando una especie de batido que forma parte de su base alimenticia.

Los olores eran otra constante dentro de aquel lugar. Una vez que mis pulmones aprendieron a respirar humo, que por otro lado nunca se apaga con la intención de fortalecer las paredes, la humedad y el hedor de los excrementos hicieron acto de presencia. Salao me guió encorvado, dada su altura y el reducido espacio de la choza, hasta lo que entendí que era la cocina, donde nos sentamos con sosiego, uno frente al otro. Y allí fue donde el guerrero Masái se convirtió en hombre, sonriendo y asegurándome que mi visita era bien recibida por su gente, a sabiendas de que el dinero de los turistas hacía bien a su pueblo. Me explicó que ellos no entienden la vida sin el pastoreo, sin sus vacas, sin la sabana africana, esa tierra que poco a poco el hombre moderno les ha ido arrancando sin piedad. Antes los Masái cuidaban de su ganado en las mismas rutas por las que hoy circulan a diario cientos de vehículos adaptados para safaris. Con la excusa de cuidar del medio ambiente o simplemente con la intención de expropiar terrenos reconvertidos ahora en reservas naturales que dan buenas cantidades de dinero a las autoridades, la tribu ha visto a lo largo de los años cómo su medio de vida, su tierra, se les ha ido reduciendo ante sus ojos oscuros sin que nada pudieran hacer para evitarlo. Hoy sobreviven como siempre lo han hecho, gracias a la leche, la sangre y la carne de sus vacas, pero también sacando partido al mundo moderno que un día decidió echárseles encima. Así había hecho Henry, el Masái guía turístico, o el mismo Salao, dejando que occidentales como yo llegaran a las entrañas mismas de su pueblo.
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Le pregunté a Salao entonces por las marcas en su rostro; pensé que el momento de hacerlo había llegado. Sus ojos se apartaron en ese instante de los míos por unos segundos y se perdieron en las humedades del barro que sujetaba la techumbre de su hogar. Entornó una media sonrisa justo antes de hablar y con pausa, introduciendo toda la profundidad de sus ojos negros dentro de los míos, casi rozándome el alma, dijo contundente que aquellas cicatrices las había provocado el león que lo ayudó a convertirse en hombre.

 La niñez del hombre Masái termina a los catorce años. A esa edad se realiza la circuncisión pública, en mitad del poblado, antes de que el chico en cuestión se abra camino en la sabana en busca de un león, la prueba definitiva. Matar a un león es el paso a la madurez, la única manera de demostrar a tu gente que ya te has convertido en un hombre. Yo he matado dos leones en mi vida, pero es distinto...

Y tanto que lo era, me dije recordando que ante mí tenía al hijo del jefe del poblado, al heredero Masái. Salao había tenido que luchar en su vida con el león que le dio la posición de hombre y con el que le hizo demostrar a su pueblo que él era un digno heredero de su padre. Una noche, cuando todos dormían, entre los arbustos se escucharon ruidos de ramas partiéndose en pedazos y una respiración profunda, salvaje. Un león se aproximaba al poblado para robarle a los Masái  su bien más preciado: el ganado. Aquella noche Salao mató a su segundo león y se erigió como el sucesor por derecho propio. Un colmillo puntiagudo colgaba de un cordón en su cuello en recuerdo de aquella madrugada.

Salao estaba casado, me dijo, pero solo con una mujer. Su padre tenía cuatro, pero él todavía no tenía el suficiente número de vacas para aumentar el tamaño de su particular harem. Así es como se gana un hombre Masái a su mujer, dependiendo del número de vacas con el que cuente. Aunque también tienen sus trucos: en el baile tradicional de casamiento, el mismo que algunos hombres hicieran a mi llegada al poblado, al que consiga saltar más alto se le reduce el número de vacas por esposa, pudiendo elegir a su favorita o un número mayor de ellas por menos vacas. Parece mentira, me dije al escuchar sus costumbres, que esas mujeres enérgicas que intentan vender al forastero cualquier cosa que tengan a la mano, que miran a los ojos con fuerza de volcán en llamas, que gritan y ríen con sus cientos de abalorios alrededor del cuello, puedan asistir impertérritas a ese cruel intercambio. Diferencias culturales que, en fin, cuesta interiorizar hasta a la mente más viajera.

El tiempo se nos había venido encima entre el humo espeso de aquel lugar y Salao me hizo un gesto para que lo siguiera de nuevo hacia el exterior. Allí todo continuaba de la misma manera y los niños seguían jugando a la pelota entre moscas, aunque el cielo se había teñido de un azul algo más apagado. Buscando algo entre las telas rojas que cubrían su cuerpo, Salao se despidió ofreciéndome en su mano un collar de cuentas negras del que colgaba un colmillo parecido al que lucía en su cuello, si bien de menor tamaño. Me lo quiso regalar, según quise entender en su sonrisa, pero decidí intercambiarlo por el dinero que confiaba en que ciertamente utilizaran en crear colegios para aquellos niños sonrientes. Un intercambio, también, para pedir perdón en silencio por lo que el hombre occidental ha ocasionado a lo largo de la historia a las gentes de África.

Y, ¿qué? ¿Cómo ha ido? ¿Te ha gustado? – preguntó Henry cuando me hube sentado de nuevo en su coche, rascándose con los dedos el orificio de su oreja derecha.

Asentí en silencio, abrumado. Ciertamente, todavía hoy no sabría qué responder.

2 Comentarios
Marivi Nas link
5/30/2020 07:36:53 am

Además escribes bien. Precioso el relato. Bellamente descrito, como una secuencia fotográfica; me he imaginado el color de la vestimenta de Salao en su aparición entre naranja y cuadros rojos... he visto y transitado su aldea entre boñigas de vaca, y he apercibido la textura y olor de las paredes, así como la calidez de las brasas y la bruma de humo húmedo y aromático de maderas.
¡¡¡ Me ha encantado!!! ¡¡¡Lo he disfrutado muchísimo!!! Gracias.

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Luis López Galán link
6/4/2020 07:16:18 am

Muchas gracias, Mariví, por compartir tu comentario. Me alegra que te haya gustado, fue una experiencia inolvidable precisamente por lo que comentas: los olores, las texturas de las ropas, los colores... esas cosas que se te quedan en la memoria.
Un saludo,

Luis.

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