Luis LÓPEZ GALÁN Relato Quedaba poca luna cuando Casilda Vega desguazó con furor las sábanas blancas. Un corte arriba y otro abajo, que no las quería ni ver. Se arrellanó en el colchón desvestido justo después y asentó con obstinación los pies en las baldosas gélidas. Octubre y ya aquel frío, nada se iba a dejar el año para diciembre, menuda barbaridad. Miró los desgarrones de sábana por los suelos, su ajuar cercenado, y se echó a llorar con las mismas que quien se echa a morir: barbilla solemne y tiritera en las manos, que eso lo sabía ella de habérselo visto hacer a tantos muertos, vaya si lo sabía. Pero no. Que no y que no. Un fuego le quemó los intestinos, el de siempre, el de los Vega, y agarró un jirón de sábana para deshollinarse con él el labio de arriba y sacudirse luego el desconsuelo. Ni se iba a quedar ella gimoteando por aquel hombre a esas alturas, ni estaba para andar perdiendo el tiempo, mira tú. Se incorporó con la contundencia de una ola del norte, de las de ese mar al que nunca habían ido porque para qué, con tantas horas de autovía, y encajó los pies en las zapatillas para acicalarse una pizca en el baño. Allí los bucles cedieron al galope diligente de sus dedos y las mejillas se le redimieron con el calor de la estufa, pero con las ojeras nada había que se pudiera hacer. Le pareció que cambiaban de color, ahora un tono azul, ahora cárdenas como un campo de lavanda. Y qué más le daba a ella. Se fijó en los ojos mismos, en los iris regados: qué día el que quedaba por delante, compañera, cuántas ganas de noche y todavía ni terminaba de amanecer. Suspiró un momento y pensó que la panadería estaría por abrir, que necesitaba comprar el pan redondo, que venía el hijo a la tarde.
Con esas, salió del baño y evitó la blancura de la sábana, que cuajaba ya como la nieve sobre los baldosines grises. No quiso mirar y se encaminó hacia el portillo forrada en el abrigo granate de paño. Lo abrió y la primerísima luz del día se le coló en el pasillo como un fantasma agrisado que levantaba los puños con malos ánimos. Antes de salir, palpó con los dedos los billetes acartonados dentro del bolsillo del abrigo y revisó la hora. Iba bien, llegaba a tiempo. ¡Jesús! Menos mal. Se le habría desordenado la vida, pero ¿su mesa? Su mesa con mantel, bien puesta. Tenían más ladrillos las casas de la plaza aquella mañana, eso le pareció. No los contó uno a uno, sólo faltaría, pero lo tuvo más claro que el agua. La fuente todavía apagada, las sillas del bar recogidas y con las cadenas bien atadas y lo más extraño de todo: el toldo de Dionisia aún echado. Con las fechas que eran ya, con los Santos a la vuelta de la esquina, y ella en la cama y sin vender una flor, para que luego se anduviera quejando con esa garganta vocinglera suya. Más testigos del momento: la plaza vacía, una corriente fresca a la altura de la cruz, la tapia lechosa que ahí se quedó cuando cerraron la carnicería de Aurelio. Lo de siempre. Tan poco había cambiado ese pueblo y tanto su vida entera, qué cosas. No quedaba ya lejos la panadería, con su pan redondo, el favorito del hijo, menos mal, pero el olor a masa en el horno le enturbió los ojos. Quizá era la nostalgia, quizá el recuerdo, lo mismo eran. Ya se había ido con esa, ya estaba sola, más sola que la luna, pues mejor. Lo había permitido, había accedido a sus idas con silencio siempre que terminaran en venidas sin amonestación. ¿Tenía parte de culpa? Vaya usted a saber. Y no era quedarse sola la pena, eso qué, era más bien levantar la cabeza en la circunstancia de la soledad, con todo lo que pesa entonces. Eso, claro, y contárselo al hijo. A las vecinas pues, mira, ya vería, que hablaran y hablaran, pero al hijo a ver, a ver al hijo cómo… No pudo darlo más vueltas, no pudo adoctrinar a su garganta para la nueva tesitura, ensayar palabrería precisa. Se le tuvo que aparecer la baronesa por la esquina del bar de Antonio, que no había más esquinas. De baronesa nada, que llevaba cuatro perlas al cuello y ya las del pueblo, pues eso, pero la inquina que se tenían las dos, esa sí que sí. Qué malas palabras se lanzaron aquella vez; ahora no se miraban. Distraía la otra sus dos ojos de fiera, desgastaba con ellos la cal de la pared, venga mirarla y mirarla, a ver si así no la veía, a ver si así no se enteraba, ya ves, como para no verla, con esos pelos de azafrán y con ese gabán de domingo en lunes. Una cosa tenía clara: no le iba a quitar a ella el pan redondo ni por todo el oro del mundo. Seguía la otra terca en la pared y consiguió ella adelantarse con un crujido de rodilla, ya habría tiempo de lamentarse después. Sola sí, pena mucha, pero el hijo venía hoy al pueblo desde el extranjero, donde la baronesa ni había estado ni se la esperaba, con todo lo que se creía, e iba a tener ella el almuerzo preparado y la sonrisa también. Abría el cierre el panadero cuando llegó a la misma puerta. Conseguido. Hizo una reverencia él, la repitió ella, allí estaba: tierna, pero crepitante, la hogaza favorita del hijo. Se le sosegaron los nervios, sintió un impulso. Hijo, más sola que un lucero, pero con la mesa puesta.
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Junio 2022
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