Luis LÓPEZ GALÁN Relato La plaza es un alboroto y eso siempre me agita las entrañas. Me planto en la esquina indicada en un arrastrar de sandalias, con tedio, como cada mañana dominical desde hace cuatro mañanas dominicales. Lo hago y maldigo a Florencia entera con las mandíbulas bien apretadas por convertirse en un círculo del infierno de Dante un domingo más. A mi alrededor conviven vendedores descuidados que vociferan ofertas al mejor postor con señoritas de gafas de sol enormes manoseando bolsos de cuero y con familias al completo, de bebé a abuela, derritiéndose al sol del verano florentino, como si de verdad no tuviesen otra cosa mejor que hacer. Una marea de sombreritos de paja y lazada amarilla, para más inri, se adentra en la plaza como una marea de agua de pantano cenagosa y espesa. Se acercan por la derecha entonando una chillona canción de iglesia y sospecho que deben llegar desde la Plaza de la Señoría, pues vienen alegres y de allí uno siempre llega contento. Sus voces se entremezclan con el acordeonista de turno, quien lleva toda su tez regada en gotitas de sudor que van centelleando al recibo de las llamaradas de sol. Se pasea tan alegre como una campanilla a juzgar por su sonrisa cerosa y toca la canción cuyo título lleva su nombre, esa de aires parisinos. A pesar de todos y cada uno de esos pesares, decidida a dejar los lamentos para otro domingo, con todo y los estruendos de la plaza, voy resuelta a mantener los ánimos encendidos: hoy voy a verlo otra vez.
Tuerzo el cuello, elevo mi mirada y compruebo que Michele di Lando sigue allí, en su hornacina de piedra, que no se ha ido a montar una insurrección obrera otra vez, como lo hizo siglos atrás. Ahí está, con su gesto airado de príncipe del pueblo, su brazo jorobado y la bandera de la ciudad bien sujeta, no vaya a ser que se le escurra y caiga justo encima del grupo de los sombreros con el lazo amarillo, que ahora me rodean ahogándome en un mar de algarabía clerical y coplas al Papa. No es que sea yo de esas personas que se manifiestan con malas palabras u odios sobre la Iglesia o sobre cualquier manifestación de las creencias que uno tiene o deja de tener. Para nada. La libertad es un bien demasiado preciado para mí como para andar pensando en cosas semejantes. Además, como nunca he amado de verdad, tampoco he desarrollado la capacidad de odio. Esa es mi teoría: quien no ama, no odia. Es una hipótesis mía, muy mía, una que no comparto con mucha gente. Si lo razono una pizca, en cualquier caso, deduzco que es cierto: puede que sienta cierta antipatía hacia los asuntos clericales… sí, eso tal vez, pero sólo por los muchos años de colegio de monjas, que acababa una con las rodillas raídas de tanto rezar, y por lo de no poder escuchar las opiniones de las demás muchachas, con lo mucho que me gusta a mí escuchar las opiniones de la gente, de quien se preste, incluso aunque sean contrarias a las mías: es ese el festín de la vida, la variedad. Por todo esto, esas melodías me amedrentan con tinieblas de un pasado de campamento de verano en la montaña, de picaduras de mosquito, de letanías después de desayunos de vaso de leche y ciruelas. En cualquier caso, no es a Michele di Lando a quien vengo a ver, él no es más que una excusa. Por eso le miro y, en mis cavilaciones, le pido disculpas. «Lo siento, Michele, lo único que hago es utilizarte a mi antojo». Me apoyo en la pared, debajo de la hornacina, saco mi libro del bolso y me abrazo a él como si fuera un amante. Eso es, en realidad: los libros duermen en mi cama, se cierran cuando yo lo hago. Hoy he traído El Decamerón y con él creo que voy a ganar la partida de ese juego que comenzara el primer domingo, hace cuatro, cuando aquel muchacho llegó hasta la esquina de la Via Porta Rossa con la Via Calimala portando El nombre de la rosa en la mano izquierda, agarrándolo con todos los dedos como si fuesen sogas de atar. Fue una primera vez de exaltación, de repique de palpitaciones en los tímpanos, como lo eran todas las primeras veces en la vida, y lo rematamos con un reto silente a duelo: vencería quien trajera el texto literario de mayor alcurnia italiana en los domingos venideros. Claro, por eso pienso que con Bocaccio tengo todas las de ganar, naturalmente. Apoyada en la pared, me pregunto si él ha entendido el juego o si estoy jugando sola, como tantas otras veces. Pero, sí, claro que lo había entendido, sino ¿de qué habría aparecido con el Canzonierede Petrarca el tercer domingo, justo después de que en el segundo le hubiera sorprendido con mi copia de Orlando enamorado? Debo dejar de preocuparme, que así me paso la vida y así se me va a escapar. Ahora hablo como lo hacía mi madre, qué cosa tan bárbara eso de irse haciendo una mayor. Ya estoy en mi sitio, en la columna, bajo la hornacina. Había sido mi vecina Simona la que me había contado todo aquello de los domingos en la Plaza del Mercado Nuevo. Fue una mañana que amaneció con una tormenta de esas que anuncian el verano, tan paradójicas, y me la encontré en el descansillo tratando de secar su paraguas. Con ahínco, le daba golpecitos contra la baranda de forja que orilla la escalera de nuestro edificio, uno viejo cerca de la estación de Campo di Marte, y con cada topetazo de plástico y hierro iba la mujer formando un charco de agua en el rellano que estaba segura de que haría enfadar a don Tommaso, portero de la finca y ex guarda jurado. El hombre es de esos que celebran los chistes con silencio de muerto, uno que sólo rompe con el portazo que pega si es que alguien se aventura a detenerse en la portería. Nació malhumorado y así se quedó, qué le íbamos a hacer. Simona, en fin, descalabraba su paraguas cuando me vio y nada más hacerlo me asustó con un alarido. Me dijo después, cuando se recompuso, que llevaba días esperando verme, que había oído hablar acerca de un grupo que se reunía los domingos por la mañana en el centro para hablar «de historia y de libros, de las cosas esas que a ti tanto te gustan» y que tenía apuntados los datos en algún sitio, en la libreta de la cocina o en la que llevaba en el bolso por si acaso se acordaba de algo a mitad de hacer la compra en el Mercato di Sant’Ambrogio, pues para ella no existía otro. Una mañana me fui con ella hasta allí para comprar unas patatas y pensé que algún día los fruteros y los carniceros del mercado levantarían su propia estatua, la de Simona, la vecina fiel. Todo el mundo la conocía, una cosa fabulosa. Allí la plantarían, me dije, hecha de bronce, entre legumbres y queso pecorino, tal y como gastó sus días. ¿Una mujer monótona? Quizá, pero bien alimentada. Dejé a la vecina con su duelo con el paraguas, en fin, y por la noche me encontré una notita debajo de la puerta con las señas, como antaño. Simona no entendía de tiempos modernos ni de mensajes ni de aplicaciones: a ella le venía bien continuar anclada en el pasado, donde se manejaba mejor. «Total, si yo cualquier día de estos me muero, ¿para qué voy a andar aprendiendo esas cosas?», decía, con esa despreocupación descarada que sólo tienen las ancianas. Junto a la nota y por fortuna, pues de poco me habría enterado de otro modo, Simona me dejó el folleto que explicaba las actividades: charlas históricas, rutas literarias, anecdotarios teatralizados. Lo examiné con cierta desgana hasta que tres palabras me cautivaron: cartas de guerra. Cuántas anécdotas imaginadas se agolparon en mi mente, cuánta nostalgia por lo no vivido. Es precisamente eso lo que alimenta las pasiones: lo que uno no vive, lo que no nos pertenece, las vivencias ajenas, pues en esos casos una se queda sólo con lo que idealiza, sin que la realidad se entrometa y lo estropee. Eso es al menos lo que pienso, pero qué sé yo. La mujer del pañuelo acaba de llegar y me saluda con los labios apretados y una sonrisa cohibida y críptica, así como lo hacen los que comparten un secreto a media luz, una mueca llena de enigmas para que nadie más pueda enterarse de nuestros misterios, los que están a punto de comenzar de la mano de un hombrecito de cabello de nieve que lee cartas antiguas bajo la estatua de Michele di Lando cada domingo por la mañana. La mujer se toca el pañuelo y una pareja se acerca con los dedos entrelazados. Preguntan si «eso de las cartas» es allí y la mujer y yo asentimos con fastidio, como si pudiéramos adelantar que nuestro enigma va a perder todo su encanto si más personas vienen a poner el oído. Siempre lleva un pañuelo esa mujer, a pesar del calor, uno como de seda que engalana su cuello blanco con donaire de otro tiempo. El de hoy es bermellón y hace un poco de daño a la vista al contraste con aquel escándalo de sol que ahoga la plaza, que nos ahoga a todos. Nuestro showman carraspea a modo de comienzo y a mí la sangre se me anquilosa en las venas porque el chico todavía no ha aparecido. El procedimiento de la actividad es tan simple como enternecedor: el señor lee un par de epístolas en voz alta, mensajes que en la II Guerra Mundial algún soldado recibió desde distintos puntos de Europa, pero siempre termina dejando una a la mitad, la misma con la que comienza la actividad al domingo siguiente. Así es como nos mantiene en vilo durante siete noches, el muy pícaro, con nuestros sueños de madrugada convertidos en anhelos de amor de trinchera. Me conmueven esas palabras que escribieron tantas madres y muchachas a esos hombres que de nada conocían con el simple propósito de aliviar sus jornadas bélicas. Por aplacar sus ansiedades de contienda y nada más que eso. Los dramas de combate no entendían de egoísmo entre las clases más bajas, supongo. La vez pasada, el hombrecito terminó con las letras de una tal Elvira que desde Coímbra escribía sobre sus bordados a un soldado, y lo hacía con detalle de relojero. En aquellos quehaceres pasaba sus días la joven Elvira, zurciendo y ribeteando, hilvanando amores inventados y remendando ilusiones contravenidas. Con todo aquello de las labores me recordó a mi madre, levitándome alrededor de un modo incesante cada vez que se me hacía cualquier tipo de referencia a las costuras o a los fogones o a los paseos por el río: los cimientos de su existencia. La aguja y el dedal, en cualquier caso, habrían sido los símbolos de su estandarte de haber sido ella reina. Mi madre, qué lastima, la pobre, qué pronto se fue, con ese afán suyo por no molestar. Gracias a los bordados de Elvira la de Coímbra, recordaba también su olor a pastilla de jabón natural. Siempre olía así, mi madre, a esos cuadrados de sosa que quemaban antes en los campos, en esas ollas negras tan enormes, como de bruja. Qué curioso que se puedan recordar los olores sin necesidad de olerlos otra vez. El carraspeo desaparece y el hombrecito se acomoda las gafas. Va a comenzar y los ánimos se me despeñan. El acordeonista se acerca ahora a nosotros y nos arroja un vals de cadencia melancólica que parece sumergirnos en las callejuelas de Coímbra, transformándose las notas en un fado de saudades. El grupo de los sombreritos se aleja por la Via Pelliceria, afortunadamente. Los imagino deteniéndose uno a uno para tocar el hocico del Porcellino de bronce, la fontana de la suerte, antes de abandonar la plaza. Presumo que se dirigen al Ponte Vecchio para llegar hasta el Jardín de Bóboli y me apiado de ellos, con ese fuego que emerge desde el pavimento. Ardua faena la de ser turista veraniego en Florencia. Elvira revive en la voz cavernosa del señor de casco plateado y yo me agarro al libro como implorando a Bocaccio para que el muchacho aparezca, que se va a perder el final de la carta, que no va a saber que le he ganado la partida. Qué fatalidad de mañana dominical. No recuerdo ser así de impetuosa antes. No, claro que no lo era. Entre costura y costura, mi madre soltaba de manera repentina cosas como que yo había nacido con muchos dones y que por eso necesitaba pasar tanto tiempo sola, para dedicarme a ellos con el tiempo y el vigor que todos y cada uno requerían, con aquella perseverancia mía que parecía las lluvias de abril, esas que nunca se marchan del todo. Me fui dando cuenta al madurar de que la mujer, la pobre, trataba de convencerme de que mi incapacidad de habla no era la causante de mi soledad. Algo había en mi cuerpo que no me permitía despedir palabras por mi boca y ella decía que había sido Dios, en su plan divino, y que por eso debíamos respetarlo y aprender a vivir con ello. Quizá también por esto miraba a los asuntos de clérigos con tanto recelo. ¿Para qué iba a querer Dios que yo naciera sin la capacidad del habla? La voz del hombre se quiebra y la mujer del pañuelo observa el hueco vacío que queda a la derecha de la pareja. Ellos se miran sin entender la razón del silencio. Con lo maravilloso que es el silencio cuando se le entiende, pienso, qué disgusto no comprenderlo. El chico acaba de aparecer al fin. Se cruza de brazos, ofrece una reverencia abrumada, como pidiendo disculpas. Permanece así y el hombrecito retoma el carraspeo antes de fulminar a Elvira. Allí está, un domingo más. Allí, con los cabellos descuidados formándole caracolitos en la frente y con algo de ojeras, pero con esa cara que se me aparece por los rincones. Viril, de nariz puntiaguda, de pómulos salientes, de labios de escultura griega, una que debería formar parte de alguna galería de la ciudad, pienso yo. Miro, pero no miro. Me atuso un poco el pelo. Me quedo muy quieta, pues si me muevo me caigo. Las últimas líneas de la carta tienen tintes pesarosos de drama, pero también de sensualidad. La muchachita miente. Lo hace como una bellaca. Engaña al pobre soldado raso con aquello de que le espera con los brazos abiertos hasta que regrese convertido en héroe de guerra. Es un gran embuste, pero el grupo de los domingos, perros viejos ya en esas lides epistolares, sabemos que así es como terminan casi todas ellas. La mentira es la única herida de guerra que sirve de consuelo. No me extraño, de todos modos, ¿qué otra cosa puede hacer uno con el mundo destartalado de los tiempos bélicos? ¿Con las ciudades y los pueblos manga por hombro, convertidos en campos de batalla polvorientos? ¿Con las ilusiones ajadas por la vileza, por las bombas, por los amores truncados? Pues mentir. Mentir para ser feliz. Mentir para sobrevivir. ¿Se podría sobrevivir siendo infeliz? Se despide la portuguesa confiando en que las cintas de seda que le envía le sirvan de algo de consuelo en el frente. Tampoco serían de seda, imagino, pero no la culpo. Me figuro al chaval en la trinchera engarzando las cintas al cinturón embarrado o anudándolas a la cantimplora verde, inclusive a la escopeta, quién sabe, hay quien dice que el amor todo lo puede. Las letras de Elvira se marchitan y el chico me dispara una mirada efímera pero gallarda que me provoca otra vez un breve temblor en los tobillos. La plaza se ha vaciado un poco y un airecito abrasador se permite vagar entre los puestos del mercado. Roza las pashminas de colores, las figurillas del David de Miguel Ángel, los collares, y trae aromas de incienso, lo que me anuncia que el puesto de Giuseppe debe estar abierto hoy, ese tan hippie, el de la esquina, con las bolas de cristal y las piedras preciosas. El hombrecito guarda la carta de Elvira en su portafolios de cuero negro y saca una nueva. Nos informa de que en este caso esa carta será la última del día, la que se nos va a quedar a medias. Se ve que anda ya escaso de chismes de guerra. Hace unos movimientos graciosos cuando se va a disponer a leer, como si estuviera en un atril a punto de dar un discurso de agradecimiento por un premio literario, con esa excitación y la altanería del que se cree vencedor. ¿Con qué se vence? ¿Con premios? ¿Es necesario vencer en esas batallas? Si se podía sobrevivir en la vida siendo infeliz, ¿se podría sobrevivir también sin ganar ni una sola? El señor empieza a leer y su voz resuena ahora en el eco de la plaza, mucho más despejada. El chico ya no me mira, pero sé que eso forma parte de nuestra estrategia. La nueva carta va dirigida a un joven soldado. «Querido joven soldado», así es como comienza. Qué graciosa la dama que escribe, como si no hubiera soldados de todas las edades, como en todas las ocupaciones de este mundo chiflado. Se presenta por su nombre, Rosita Cruz, oriunda de un pueblo de A Coruña, en ese norte español de naturaleza silvestre, uno donde los campos son verdes y, cuando sale el sol, lo hace «reventando en las piedras». Es apasionada y eso me hace agarrarme a mi libro con más fuerza, expectante. Confiesa que no quería escribir ninguna carta, que más bien se ha sentido obligada a ello. Es rebelde también, ¡menuda pieza! La mañana dominical mejora por momentos. Dice que todas sus amigas lo andan haciendo esos días. Claro, qué otra cosa va a hacer una en un pueblo de Galicia mientras el mundo entero se pasa los días guerreando. Andan desenfrenadas, las amigas, escribiendo cartas como locas, a diestro y siniestro, cada día una, por puro deseo de enviarlas al frente. Sueñan con esos hombres y Rosita tampoco entiende la razón, pues total, lo más probable es que nunca se vean, nunca en toda la vida. Es dura en su oración esta chica, pero supongo que menos dura que una guerra. Continúa, en fin, explicando sus ansias de cambio, de una nueva existencia, su añoranza de capital, de encontrar un porvenir lejos de las labores del hogar. Si la hubieran dejado, afirma, ella se habría ido al frente. Qué sorpresa me llevo al escucharlo. Es la primera de todas que habla así, con ese atrevimiento, con esa verborrea libre. Dice que ella puede enfundar una escopeta como un hombre. «¡Mejor que un hombre!» exclama el hombrecito apuntado con un dedo al cielo, como si con el gesto pudiera exaltar las pasiones del momento. Continúa con una historieta, una de cuando la muchacha no era más que una niña: iba un día junto a su hermano Pedro camino de la capilla del monte, que estaba a las afueras de ese pueblo de campos verdes, cerca del mar, entre senderos enmarcados por hortensias enormes, gramíneas, umbelas. No se podían ver, pero desde allí se oían los quejidos de las olas en sus estampidas contra las rocas. Por eso el chico la llevaba de la mano, por protegerla de aquella inmensidad de mar. También lo hacía porque era el mayor y eso era lo que correspondía. Había una fuente al lado de la capilla y los más viejos del pueblo se empeñaban en decir que esos chorros de agua nacían en las tripas de la tierra y salían en su monte por obra y gracia de la Virgen María. Y Rosita, tan presumida, con ese arrojo, afirmaba en los siguientes renglones que aquello no era más que una soberana estupidez, que el agua salía donde la tierra consideraba oportuno, como era natural. ¡Ay, Rosita! Me hace sonreír con su altanería y mi carcajada tímida consigue que el chico vuelva a mirarme. No son más que unos segundos, pero los siento en mi piel erizada y en mi cabello, que se me desfleca. Iban hacia la capilla, entonces, Rosita y el hermano, ella sosteniendo el botijo marrón que iba a llenar de agua, uno desgastado que era de la abuela, y él dando silbidos al viento, con la despreocupación en la que se instala la supervivencia de los muchachos jóvenes. En eso, con el templete ya en el horizonte, entre las praderas húmedas, algo sucedió y los dos se quedaron petrificados como las estatuas de sal de Sodoma: una culebra se les cruzó sigilosa por el camino de arena. Lucía un zigzagueo distinguido y el hermano encadenó movimientos imprevistos: dio un gritito agudo de susto, tembló un poco, se soltó de la mano en un espasmo, retrocedió un paso, luego otro. Hacía todas estas cosas al tiempo que la brava Rosita se agarraba con fuerza del mango de su botijo y le lanzaba una mirada encendida en lenguas de hoguera de junio. En silencio, le hablaba con los ojos para pedirle que se callase. Era un grito ahogado el que utilizaba para decirle que debían permanecer en silencio. Eso es lo que hacía: hablar con los ojos. Cada vez nos parecemos más Rosita y yo, yo y Rosita. El muchacho estaba asustado y se agazapó tras la espalda flaca de su hermana, que permaneció en silencio, impávida, ofreciendo a la culebra su buena voluntad, dejándola libre en su transitar hasta que se marchó. Rosita dice entonces que, de haber sido por Pedro, los dos habrían salido corriendo o mucho peor: habrían estampado el botijo encima de la pobre culebra, que de nada tenía culpa, ni de sus temores ni de su infancia ignorante. Si ella consigue apaciguar sus ansiedades mejor que un hombre mayor, su hermano, ¿quién sería capaz de decirle que no podía coger una escopeta y plantarse en una trinchera? Reflexiono acerca de todas esas cartas de guerra. Medito y medito. Son documentos únicos, a mi parecer, unos que muestran los desasosiegos de una época tan convulsa como concreta, irrepetible, fuera de nuestro alcance de entendimiento, por mucho que nos creamos lo contrario. Rosita se vio en la obligación de escribir una porque su madre así se lo impuso, y qué milagro que lo hiciera, pienso yo. Tras el episodio de la culebra, se enzarza en una conversación consigo misma acerca de todas las cosas que haría si se le estuvieran permitidas: vestirse todos los días con un par de pantalones de esos de paño, ir a trabajar como su padre hacía antes de la guerra, antes de esos martirios, colocarse en una trinchera o, mejor aún, acabar con toda esa pesadilla de las batallas. No sabía cómo, decía, pero encontraría la manera, como hizo con la culebra en medio del arenal. Qué decidida, qué escandalera debe sentir por dentro. Eso es lo que se siente, me digo, yo que también soy experta en las conversaciones conmigo misma. Ellas forman mi vida, esa es la verdad. Allí se queda la carta de Rosita. Allí se interrumpe y el hombrecito parece relamerse con nuestra miel en sus labios delgados. Le gusta dejarnos así, con la expectativa a flor de piel. Abre su carpeta, introduce el papel amarillento y nos mira con una sonrisa cruel. «Feliz semana, señores míos». Y ahora, con toda la cara de boba que se me queda, a soñar con el ímpetu de aquella muchacha de sueños de futuro. Una adelantadaa su época diría, si no fuera porque la expresión está tan desgastada que me dejó de gustar hace un par de lecturas. Se nos ha acabado el cuento. La pareja se desvanece entre los puestos del mercado y la mujer del pañuelo de seda aprieta otra vez los labios, ahora con ademán de despedida, con esa incomodidad de no saber si una debe o no hablar a un desconocido. No lo hace, tan comedida, y se marcha. El chico disimula mirando a Michele di Lando con las manos en los bolsillos. Yo miro al suelo. Si no fuera de piedra, Michele nos lanzaría la bandera de la ciudad para romper nuestra pasividad. ¿Le miro? No, no me atrevo. Debo marcharme. Debo comunicarme con él de la única forma en la que hemos decidido hacerlo: con los libros. ¡Ah! Mi libro. Creo que él ni lo ha mirado y, por tanto, todavía no se ha dado cuenta de que he ganado. Doy media vuelta, no hay manera. Me pongo en camino. Quiero pasear cerca del río. Sí, eso es lo que haré. Dejaré al chico en la plaza, es lo mejor. Me dirijo a la Via del Parione y envidio el coraje de Rosita, la perseverancia de Elvira. Me he atemorizado. Qué le vamos a hacer. La estrechez de la calle es un sonajero: en ella resuena cada traspié, cada golpe de zapato, cada resbalón de rueda de coche. Eso me permite cerciorarme con facilidad del sonido de sus zapatillas a mi espalda: el chico me sigue. Camina a unos cuantos pasos y siento un poco de miedo. Pero, no. Claro que no. No puede querer nada malo, con esa cara de museo. Se me nubla la vista, se me pierden los sentidos y lo peor llega cuando escucho su voz. Me está pidiendo perdón, se disculpa por seguirme por esas calles. Tan amable y yo todavía sin atreverme. Pero ¿cómo explicarle que no puedo hablar? No. No y no. Dice más cosas, continúa con su cháchara: ¡qué revolución en el pecho! Me pregunta mi nombre. «¿Cómo te llamas? Sólo eso, dime sólo eso». Su voz es cálida, no podía ser de otra manera. Estamos llegando al final de la callecita y él insiste con la cantinela. «Me dices tu nombre y te dejo en paz, te lo prometo. Al menos hasta el domingo que viene…». Mi nombre. ¡Claro! Tengo una idea. Salgo de la calle y me enfrente al río, a los rayos del sol derritiéndose en el agua verdosa, a las casitas de la otra ribera, todas con sus colores desgastados. Me sigue todavía, escucho su caminar. «¡Vamos! Dime tu nombre… no he podido ni ver el libro que has traído hoy…». ¡Ah! Lo vas a ver, te lo aseguro. Giro a la izquierda con algo más de calma, para que no me pierda de vista y ya veo mi destino. No puedo hablar, pero he encontrado la manera de que el chico sepa mi nombre. Vuelvo a encontrar el arrojo de Rosita entre mis vísceras. Qué alegría tan indescriptible. La Galleria Pietro Bazzanti resplandece al amparo de la luz de aquel domingo deslumbrante. Me conocen de sobra, por lo que no tengo problemas para adentrarme en su interior. Abro la puerta casi por arte de magia, como Alí Babá, y voy directa a mi objetivo. Varios pasos. Un par de pasillos. La sala. Allí está: con su diadema y su cabello de ondas, con sus flechas y su cervatillo, con su rostro sereno y su piel suave. Siempre quise ser esa mujer que lleva mi nombre y sospecho que Rosita pensaría la misma cosa. Me sitúo al lado de la estatua y espero. El chico aparece con el gesto contrariado, como confundido. Se encoge de hombros en son de paz y llega mi momento: elevo mi brazo y señalo con el dedo el rostro de la diosa. El chico sonríe. Lo ha entendido, claro. «Diana», dice, «te llamas Diana». Es en ese instante justo cuando sus ojos caen para mirar por primera vez en toda la mañana hasta el libro que sostengo todavía con la otra mano. Lo escudriña, cierra un poco los párpados, lee el título y el trazo de sus labios lo confirma: es la sonrisa del que se sabe batido en duelo. Lo sabía. Bocaccio y yo hemos ganado la partida.
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